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CRÍTICA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La naturaleza del mal

El filme, una alegoría de la estupidez de ciertas familias, demuestra que Ramsay es una directora superdotada

Javier Ocaña
Tilda Swinton y Jasper Newell (Kevin de crío), en un fotograma de 'Tenemos que hablar de Kevin'
Tilda Swinton y Jasper Newell (Kevin de crío), en un fotograma de 'Tenemos que hablar de Kevin'

Ante una película como Tenemos que hablar de Kevin, tercer largometraje de la escocesa Lynn Ramsay, tras las provocadoras Ramcatcher y Morvern callar, ambas inéditas en los cines españoles, y basada en una novela de Lionel Shriver, se pueden pergeñar tres tipos de comentarios críticos:

1) Ramsay demuestra que es una directora superdotada en el manejo de los recursos formales y en la creación de estados ánimo en el espectador a través de extraordinarios juegos de montaje, sonido y música: un simple plano detalle en el momento justo puede trastocar el tono de una secuencia; un inserto, convertir en terrible lo que parecía amable, y en amable lo que parecía terrible; la supresión del sonido ambiente, en un ensordecedor y paradójico ruido; la introducción de una canción aparentemente feliz, en un terrible contraste de modulaciones emocionales (Everyday, de Buddy Holly, nunca sonó tan repulsiva). La prosa de Ramsay es un magnífico compendio de las posibilidades narrativas del cine, esas que se alejan de la convencional estructura aristotélica con un planteamiento, un nudo y un desenlace.

2) Tenemos que hablar de Kevin es una alegoría de la estupidez de buena parte de las familias contemporáneas, ese lugar donde los padres más preparados intelectualmente pueden llegar a ser auténticos tullidos emocionales, donde las excesivas expectativas respecto de los hijos suelen transformarse en reveladoras inseguridades en los críos. La película, alejada del realismo, reflexiona sobre lo que puede haber detrás de determinados criminales y elucubra, por medio de metáforas y analogías, sobre algo tan etéreo como la naturaleza del mal como concepto general (¿nace o se hace?), y sobre su progresivo desarrollo en la personalidad de un ser humano, desde que es bebé hasta que es rescatado por la sociedad para su (intento de) curación y/o para su punición.

3) Puesto que el tono dramático de la película no es el de los juegos con el inconsciente ni el del onirismo, sino el de la conciencia plena respecto de lo que se está contando, Tenemos que hablar de Kevin es un relato presuntamente realista que en realidad está alejado de cualquier verosimilitud, donde todo lo que ocurre no tiene el menor sentido (¡¿cómo va a tener otro hijo esa mujer?!). Lo que hay en ella es psicologismo de barraca de feria alrededor de la educación y de la maldad, además de, algo imperdonable en la escritura, un inconcebible maltrato de personaje: el de la madre, que más que hundirse por los actos de una sociedad enferma, es masacrada por unos creadores despiadados, los de la película, que no parecen saber lo que es la maternidad ni por el forro, y a los que como mínimo se les podría calificar de personas despreciables.

Ahora vayan al cine y elijan una de las tres opciones anteriores, o incluso dos de ellas, pues no son excluyentes. Este crítico se apunta a la 1) y a la 3).

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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