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IDA Y VUELTA
Columna
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Metamorfosis de sí misma

Antonio Muñoz Molina
'Sin título' (2007-2008), de Cindy Sherman
'Sin título' (2007-2008), de Cindy Sherman (Cortesía de la artista y Metro Pictures New York)

En la exposición de Cindy Sherman en el MOMA me fijé en un visitante que tomaba fotos no de las obras de la fotógrafa omnipresente sino de los largos textos explicativos que hay en cada sala y que indican de manera muy conveniente al espectador qué es lo que tiene delante de los ojos. Me pareció una decisión muy sabia. Como explicó Tom Wolfe hace ya muchos años en un panfleto devastador, La palabra pintada, en el arte importa cada vez menos la obra en sí y más lo que los entendidos dicen sobre ella. En los años cincuenta del siglo pasado, dos críticos de Nueva York, Clement Greenberg y Harold Rosenberg, compitieron entre sí para envolver la pintura de algunos de sus contemporáneos en una especie de legitimidad teórica a la que los mejores entre aquellos artistas no hicieron mucho caso, pero que acabó dándoles una etiqueta y asegurándoles un lugar en el relato de la historia del Arte. Ahora el término “expresionismo abstracto” parece el término natural para designar un cierto periodo, una cierta manera de pintar, pero a los pintores mismos les parecía pretencioso o superfluo, y a los más lúcidos les irritaba por lo que tenía de clasificación obligatoria. El crítico o el teórico quieren apresar al artista en un estilo o en una categoría igual que el entomólogo clava al escarabajo o a la mariposa disecados en un trozo de cartón. El artista, si es honrado consigo mismo, si tiene verdadera ambición, ve su trabajo como un proceso, su estilo como una forma de búsqueda, y lo ya hecho se apresura a darlo por olvidado, o a dejarlo atrás con alivio, y hasta a veces con remordimiento. Al gran De Kooning, Clement Greenberg le expidió un certificado de maestría hacia 1950, pero justo un poco después empezó a pintar aquellas figuras bárbaras de mujeres tan visiblemente no abstractas que Greenberg lo excomulgó de inmediato.

En las mismas salas donde estuvo hasta hace poco la exposición de De Kooning ahora circulan multitudes cada fin de semana para ver la de Cindy Sherman. En el más de medio siglo que ha pasado desde que Greenberg y Rosenberg reinaban en la crítica de Nueva York el peso de las palabras y de las explicaciones en el mundo del arte se ha multiplicado exponencialmente, volviéndose mucho más críptico, y también mucho más decisivo. Los pintores de aquella edad heroica solían ser pobres y taciturnos, con un brío físico de trabajadores manuales. Ahora el término “artista” se ha emancipado de cualquier servidumbre o habilidad manual, de modo que algunos de los pintores que más se cotizan no tocan jamás los pinceles. Hasta la escultura, que en otros tiempos implicaba el trato áspero con materiales, con esfuerzo muscular, con herramientas de carpintería y hornos de fundición, ahora la ejercen celebridades que solo deben de sudar en el gimnasio o en las salas de baños de vapor. Artista es el que dice serlo, el trabajo lo hace un subcontratista, y la obra no tiene que expresar ni que significar nada por sí misma. Ahora la obra es lo que dicen que es las tarjetas explicativas, o lo que voces algo robóticas transmiten por esos teléfonos que llevan pegados al oído muchos visitantes de los museos.

Ya no hay manera de estar solo frente a la obra de arte. Es como esos subrayados que uno encuentra en los libros electrónicos, que le informan afectuosamente del número de lectores que han considerado memorable una frase. Hay multitudes subiendo por las escaleras mecánicas hasta la última planta del MOMA para ver la exposición de Cindy Sherman, y una vez que se llega a ella la densidad humana se agrava porque hacia cualquier parte que uno mire se encuentra a la propia Cindy Sherman, en cada palmo de cada pared, en color y en blanco y negro, en tamaño de sello de correos y de postal y de cartelón de cine o panel publicitario iluminado por dentro, Cindy Sherman con veintitantos años y con casi sesenta, con gafas negras de película de Godard o con melena platino de multimillonaria operada, Cindy Sherman como la Fornarina de Rafael y como el Baco borracho de Caravaggio, como estrella porno y como víctima decapitada y como payaso horripilante y como abuela encogida y casi disecada. El crítico de The New Yorker ha escrito que Cindy Sherman es la artista americana más importante de los últimos cuarenta años. El de The New York Times dice que Cindy Sherman sacó a la fotografía del gueto en el que al parecer estaba y la elevó a la consideración más alta entre las artes, consideración certificada por los millones de dólares que pagan por sus fotos los museos y los coleccionistas privados. En los textos explicativos que ese visitante fotografiaba con tanta dedicación la prosa del arte amontona su conocida pedrería, sus verbos y sustantivos más reiterados: explora, desafía, experimenta, investiga, cartografía, estereotipo, provocador, convención, turbador, ruptura, complejidad. En inglés, que es una lengua tan monosilábica, las palabras largas suenan todavía más importantes: investigates, impersonation, disturbing, groundbreaking, stereotype, communicates, challenges, complexity, identity, representation, construction, convention, provocative.

En las pesadillas del opio Thomas de Quincey veía olas y océanos de caras humanas, que eran aquellas con las que se había cruzado por las calles de Londres en su juventud vagabunda y hambrienta. En mi caso el riesgo de mal sueño se simplifica: corro el peligro de ver una multiplicación de caras humanas que serán siempre la cara de Cindy Sherman, su agotadora capacidad de metamorfosis. Cindy Sherman asegura que ninguna de esas mujeres de las que se disfraza y a las que fotografía es ella misma. Pero si está tan interesada por la condición humana y en particular la condición femenina uno se pregunta el motivo de que desde el principio de su carrera hasta ahora tan solo se haya ocupado de fotografiar a Cindy Sherman. Woody Allen decía que la gran ventaja de la masturbación es la posibilidad de hacer el amor con la persona más querida. Cindy Sherman se maquilla y se disfraza para posar ante sí misma, y los entendidos aseguran que desafía estereotipos y que investiga y explora las representaciones de la identidad y socava las convenciones y rotura nuevos territorios y cuestiona rompedoramente los roles del género (verbos y sustantivos son intercambiables: el lector puede reordenar este párrafo según le parezca bien).

A mí, con todos los respetos, lo que me deja es la impresión de monotonía y tristeza que suele haber en los juegos solitarios. Que de todo el espectáculo del mundo y de la infinita galería de las presencias humanas Cindy Sherman haya elegido con tan duradera convicción a la propia Cindy Sherman me provoca más empacho que intriga. Pero quizás es que me gusta demasiado la fotografía como catálogo del mundo visible y de lo excepcional que hay en lo común como para interesarme por cierto tipo de retorcimientos visuales. Cada cual tiene sus limitaciones. En cualquier caso, es un alivio salir del museo y comprobar que ni el conductor del autobús, ni la camarera del café, ni la vendedora de la tienda, ni la taquillera del cine, ni el portero de casa, tienen la cara de Cindy Sherman. O

Cindy Sherman. The Museum of Modern Art (MOMA). Nueva York. Hasta el 11 de junio. www.moma.org. www.cindysherman.com.

antoniomuñozmolina.es

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