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La influencia del dinero en la obra literaria

Javier Gomá reflexiona sobre la manera como los autores se ganan la vida y cómo este hecho condiciona la identidad y la creación

FERNANDO VICENTE

La manera en que un artista se gana la vida influye en su creación. “Ese sustento ayuda a constituir su identidad, su carácter y crea su mundo interior. Pero ese es un aspecto que suelen olvidar las enciclopedias o libros sobre los creadores. Pero saber cómo se ganaron la vida esos artistas es una herramienta interpretativa esencial para conocer la obra de sus autores”. Es la reflexión y tesis del filósofo Javier Gomá en un libro que ha dirigido para el título de Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores).

La historia de la literatura, agrega Gomá, se centra en las influencias artísticas o geográficas de los creadores, las escuelas a las que pertenecieron o las disputas intelectuales. Y aunque el modo de subsistir es un elemento pragmático y prosaico, o incluso de mal gusto hablarlo, es clave para terminar de entender a un autor y su obra. Desde esa esfera, la visión del autor sobre el mundo y su sensibilidad varía. Dickens, cita como ejemplo Gomá, tiene un modo de sentir el mundo distinto a un contemporáneo suyo como es Tolstoi, que es un aristócrata rentista y este de Dostoievski que tenía poco dinero y, por tanto, cada uno, en su forma de crear y producir  su creación literaria.

La tesis del libro no es solo para los artistas "sino para todas las personas porque el modo en que uno se gana la vida es importante en la socialización". El libro reúne una serie de artículos surgidos de un ciclo de conferencias en la Fundación Juan March, de Madrid. Un tema que, a su vez, nació de un texto que publicó Gomá en Babelia, el suplemento cultural de EL PAÍS, en 2010.

Ante la idea popular de que un escritor produce su mejor obra o su inspiración es más fructífera en épocas de penuria, Gomá es tajante: “Es una idea romántica. El arte ha sido un arte de encargo hasta el siglo XIX, y no pasaba nada, y todos admiramos esas obras. Ahora es distinto y no se concibe mucho a un autor así, y se nos llena la boca buscando al autor que se financie a sí mismo. Es en los siglos XIX y XX cuando los creadores deciden emanciparse del encargo y entrar en el mercado. Pasan de depender de un señor, del patrocinio, y empiezan a financiarse a través de la venta de sus obras al público. Eso no es solo un factor externo sino que está condicionado por un modo distinto de ganarse la vida. Eso de que el artista vive de su propia inspiración es una forma entre otras, pero no la única”.

Los impresionistas son el primer grupo, recuerda Gomá, que toman como programa de vida el emanciparse de las academias y las administraciones y la iglesia y la aristocracia, con el fin de dirigirse a la búsqueda de un público anónimo, el mercado. "De ahí el origen de la bohemia”.

Aunque en el caso de los escritores hoy no se suele ver con buenos ojos que se financie a un autor. Según Gomá, "aquí hay un elemento nuevo, y es el nacimiento y desarrollo de las industrias culturales, al punto de que hay productos que antes estuvieron al margen de la edición y la creación de un mercado mundial. De autores y editoriales que planifican la creación de un producto ideal de consumo”.

Una aproximación a estos cambios es el fragmento de Ganarse la vida que publicamos con este artículo dedicado a la literatura y escrito por José-Carlos Mainer:

La dignificación del escritor: de las Luces al Romanticismo

José-Carlos Mainer

El siglo XVIII presenció la confirmación de estos augurios, a lo que no pudo ser ajeno que –justo en el quicio de este y la pasada centuria– se librara la Querella de Antiguos y Modernos. Ganaran quienes ganaran, cualquiera de los argumentos que se utilizaron favorecía la dignidad de los escritores: si prevalecían los que se daban a favor de los Antiguos, aquella victoria era también de los sabios que habían preservado su legado; si correspondía a los Modernos, iba de suyo que la reafirmación de un progreso intelectual indefinido daba ventaja a quienes buscaran la innovación y la autonomía del mundo intelectual. No es casual que la Querella surgiera en el contexto del reinado de Luis XIV que, por sí mismo, encarnaba la triunfante alianza del orden clasicista y de las nuevas tendencias.2 Y tampoco es casual que quien definió el siglo de aquel monarca como una de las grandes épocas de la Humanidad, solo comparable a las de Pericles, Augusto y la Edad del Humanismo, naciera como súbdito del Rey Sol y acabara sus días en 1778, en el comienzo de la era de las revoluciones: François-Marie Arouet, llamado Voltaire, autor de El siglo de Luis XIV (1751). Por sí solo, Voltaire encarnó el éxito económico de un intelectual y la paralela obtención de la respetabilidad ansiada. Y no le fue fácil ganarlos.

El mismo año de la muerte de Luis XIV, cuando contaba apenas 20 años, fue preso en la Bastilla por haber publicado una sátira contra el Regente, el duque de Orléans. En 1725, siendo ya escritor reputado, tuvo una discusión con el duque de Rohan (ambos coqueteaban con la famosa actriz Adrienne Lecouvreur) y como este le preguntara por su nombre (¿Arouet o Voltaire?), recordó al aristócrata que je commence mon nom et vous finissez le votre. Pocos días después, invitado a la casa de Rohan, fue apaleado por sus criados y no pudo obtener la satisfacción de un duelo, como reclamó. Fue encarcelado de nuevo y el resultado vino a ser un destierro de varios años en Gran Bretaña que fue fecundo para su formación (allí conoció el alcance de la ciencia de Newton y la filosofía moral de John Locke), pero también logró que nunca más volviera a sufrir una humillación parecida. E hizo lo posible porque no la sufrieran otros, de la mano de la soberbia o del prejuicio... En 1761 vivía ya en Ferney, en Suiza, cortejado por los monarcas y gobernantes uropeos, cuando supo de una siniestra –pero modesta– historia ocurrida en Toulouse. Marc-Antoine Calas, hijo de un comerciante protestante, se había suicidado en su propio domicilio.

Un diputado local se empecinó en demostrar que había sido asesinado por su padre, Jean, al saber este que su hijo quería hacerse católico. Nada pudieron las pruebas en contra y Jean Calas fue torturado, ahorcado y quemado. A instancias de un hermano que había logrado escapar, Voltaire movilizó toda su influencia y la fuerza de su prosa y, en 1765, consiguió la rehabilitación de Jean Calas y el final de la carrera política de su perseguidor. El hermosísimo Tratado sobre la tolerancia, de 1763, fue el inmortal resultado de la campaña. El mismo camino se repitió en otros muchos coetáneos: orígenes burgueses, buena educación, un largo noviciado de trabajos oscuros (como preceptores, a menudo), alguna publicación duramente perseguida y, al cabo, la consagración y la inmunidad. Desde 1750, la sociedad francesa (y algunas europeas también) colocó la estimación del homme de lettres por encima de cualquier otra. El inicio del proceso fue paralelo de la fascinante historia de un título del libro que dio nombre a una época: la Enciclopedia o diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, obtuvo su privilegio de impresión en enero de 1746 pero hasta 1750 sus directores, Denis Diderot y D’Alembert, no publicaron su primer prospecto y hasta 1751, el primero de los 17 volúmenes de texto, que llevaba un prólogo general de D’Alembert.

Entre aquella fecha y el final de la edición, en 1772, trabajaron para sus páginas unas 160 personas que constituyen uno de los equipos más admirables de la historia de la vida intelectual de la humanidad. Todos hubieron de romper con los prejuicios de su época, lo que incluía a menudo alguna pauta moral que todavía pervive; quizá algunos no fueron ejemplares en ese estricto sentido, pero todos sintieron la alegría de trabajar por la libertad del género humano y el orgullo de vivir de unas rentas propias que, más de una vez, fueron notables.1 La literatura de aquella «República de las Letras»2 fue, entre otras cosas importantes, un saneado negocio y conviene no olvidar que tal cosa empezó a dictar la norma en otros países: en la activa Inglaterra –donde lograron su reputación y ascendiente gentes como Daniel Defoe, Samuel Johnson o Alexander Pope– o en el mosaico de estados alemanes en los inicios de su efervescencia cultural; allí, como en Austria, en Holanda o en Suecia, el crédito y la admiración por las grandes figuras convivió con la estamentalización propia del Antiguo Régimen, la competencia y el recelo de los cleros respectivos y la ignorancia de los más, pero el «Siglo de las Luces» lo fue verdaderamente en toda Europa. Incluso lo fue en España, aunque se haya hablado, con alguna razón, de «la Ilustración insuficiente».

Diego de Torres Villarroel no fue, sin duda, un ilustrado, incluso por razones de estricta cronología, pero sí fue lo más parecido a un «libertino», en el sentido que la palabra tuvo a comienzos de siglo: un hombre independiente, curioso y atrevido.

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