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Shakespeare imaginado

James Shapiro compone, con sagacidad, lucidez y humor, la historia de lo que podría llamarse la criptografía shakespeariana

Nuestro mundo es, entre otras cosas, una creación verbal. Más allá del dictamen del primer verso del evangelio de Juan, nuestra experiencia del mundo es una traducción de esa experiencia en palabras que la recrean con mejor o peor suerte. Las traducciones más afortunadas, que son pocas, usurpan en la imaginación de sus lectores el lugar del universo de carne y piedra. Para cada uno de nosotros existe un sentimiento de justicia que no es el de Don Quijote ni el de Sherlock Holmes, una pasión amorosa que no es la de Francesca ni la de Ana Karenina, un deseo de llegar a la meta que no es el de Ulises ni el de K, y sin embargo estas criaturas hechas de palabras nombran para nosotros lo que no sabemos nombrar. “¡Oh, Dios mío!”, dice Hamlet. “Podría hallarme preso en una cáscara de nuez y creerme rey de un espacio infinito”. A lo cual Próspero responde: “Somos eso sobre lo cual se arman los sueños, y nuestra pequeña vida acaba en un soñar”. Todas nuestras filosofías se encuentran entre esa cáscara y ese ensueño.

Entre aquellos pocos que lograron, nadie sabe cómo, poner en palabras no sólo cierto matiz de nuestra experiencia sino su casi infinita variedad, está William Shakespeare, convertido por sucesivas generaciones de azorados lectores en algo así como un lugar común de la cultura. Podemos, de manera inteligente o conmovedora, declarar nuestro afecto de lector por Flaubert o fray Luis, pero resulta difícil pronunciar el nombre de “Shakespeare” sin parecer banal o pedante. Su amigo Ben Jonson declaró que Shakespeare “no pertenece a una época sino a todos los tiempos”, lo cual es otra forma de decir que no lo entendemos. Como tantas de sus creaciones, como Romeo y Julieta, como Hamlet y como Macbeth, Shakespeare forma parte de la geografía imaginaria de Occidente, y de buena parte de Oriente también. Aun sin haberlo leído decimos conocerlo.

La verdad es que casi nada sabemos de él. Dante, Montaigne, Cervantes nos han contado sus vidas, al menos como personajes de su propia ficción, y arduos historiadores han excavado en secretos archivos, documentos que aprueban o contradicen sus supuestas biografías. Pero de Shakespeare sabemos casi tan poco como de aquel otro ilustre desconocido, el apócrifo autor de la Iliada y la Odisea, Homero (como decía Oscar Wilde, “u otro griego del mismo nombre”). Algunos documentos fehacientes atestiguan ciertos datos: la fecha de su muerte, 23 de abril de 1616; la fecha de su bautismo, 26 de abril 1564; alguna información sobre su padre, John, burgués de Stratford-upon-Avon; su casamiento con Anne Hathaway (ocho años mayor que él); el nacimiento de sus dos hijas y de su hijo; algunos jalones de su carrera teatral. Los únicos autógrafos que de él poseemos son los que aparecen en su testamento, documento que prescinde de todo artificio o valor literario, y una escritura hipotecaria que lleva su firma. Ni siquiera un retrato fidedigno tenemos de él: una reciente correspondencia en el suplemento literario del Times de Londres recorre con crítica desconfianza todas sus semblanzas, desde el grabado que aparece en la primera edición de sus obras hasta aquella pintura conocida como el Retrato Chandos, y declara erróneas a todas.

El lector que quiera saber algo acerca del creador de tantas obras célebres debe, al parecer, resignarse a aquello (y ya es mucho) que el azar rescató para imprimir después de su muerte, ya que Shakespeare no dejó ni un solo manuscrito. Shakespeare, quien, como sus contemporáneos, consideraba las obras teatrales poco dignas de la imprenta, sólo consintió publicar dos poemas narrativos, Venus y Adonis y La violación de Lucrecia. Las grandes comedias y tragedias que hoy conocemos fueron reunidas e impresas entre 1622 y 1623. Generaciones de filólogos han multiplicado aquella primera edición en docenas de variantes, de manera que Hamlet, El rey Lear y las otras, como también su autor, no existen en una única versión definitiva. Tanto en la forma como en el fondo, Shakespeare y su obra son, paradójicamente, singulares y múltiples.

Como señala Shapiro, la tentación de entrever un extraordinario secreto detrás de un lugar común es muy poderosa

También lo son los estudios a él dedicados. Bibliotecas enteras investigan al hombre y su literatura, y a menudo intentan remediar la escasez de datos acerca del primero con la asombrosa riqueza de la segunda. Sólo en los últimos años, docenas de títulos confirman el creciente interés que Shakespeare y sus escritos despiertan. Entre los más notables, pueden destacarse: el caprichoso y brillante ensayo de Stephen Greenblatt, Will in the world (2004), que trata de explicar cómo un simple muchacho de provincia se convirtió en el autor más célebre de todos los tiempos; Shakespeare the thinker, de A. D. Nuttall (2007), que intenta definir el mundo intelectual del dramaturgo; la magnífica “biografía de la mente” de Shakespeare, Soul of the age, de Jonathan Bate (2009), de quien puede leerse en castellano El genio de Shakespeare; Shakespeare, Sex & Love, de Stanley Wells (2010), que investiga, con soltura y erudición, lo erótico y escabroso en su obra, tema ya abordado en parte por Wells en un volumen previo, traducido al castellano como Conversaciones con Shakespeare. Quizás uno de los ensayos biográficos más originales sea el reciente Nine lives of William Shakespeare, de Graham Holderness (2011), en el que el autor, tomando como punto de partida nueve documentos incontrovertibles relacionados con la biografía de Shakespeare, propone otras tantas vidas, cada una coherente y verosímil. Quizás eso es lo que queremos decir cuando hablamos de inmortalidad literaria: una vida que no acaba nunca de ser contada.

James Shapiro, catedrático de lengua inglesa y literatura comparada en la Universidad de Columbia, y autor de varios libros sobre Shakespeare, en su obra más reciente, Shakespeare. Una vida y una obra controvertidas, diestramente traducido por José Luis Gil Aristu, busca un momento inicial de tanto frenesí biográfico. Acertadamente, Shapiro señala que ese curioso ejercicio que consiste en querer descubrir en la ficción de un autor confesiones de sus circunstancias personales nace, en el área de la crítica shakespeariana, a finales del siglo dieciocho, con el devoto erudito Edmond Malone. Al comienzo, Malone intentó fechar las piezas de Shakespeare según referencias históricas que creyó descubrir en los textos mismos. Por ejemplo, una escena cómica en Antonio y Cleopatra, donde la reina egipcia golpea a un esclavo que le ha traído una mala noticia, le recuerda a Malone una crónica en la que se cuenta que la reina Isabel dio un puñetazo al conde de Essex. Malone decide entonces que en esta escena Shakespeare quiso censurar a Isabel, muerta desde hacía ya tres o cuatro años, y fija la fecha en consecuencia. “¿Por qué detenerse aquí?”, pregunta el irónico Shapiro. “Pocas escenas después, cuando el mismo esclavo describe a Cleopatra los rasgos de su competidora, Malone lo interpreta como ‘una alusión evidente a las indagaciones de Isabel sobre la persona de su rival, la reina María de Escocia’. Todo esto es tan desacertado”, dice Shapiro, “que resulta difícil saber por dónde empezar”.

Quizás más difícil aún resulte saber por dónde acabar. Cuenta Shapiro que de la pesquisa histórica Malone pasó a la indagación psicológica. A partir de uno de los más famosos sonetos de Shakespeare, el 93, en el que el narrador se compara a un esposo traicionado, Malone deduce que Anne Hathaway le fue infiel, y de ahí que el tema de celos (por cierto muy presente en la obra de Shakespeare) fue un reflejo fehaciente del estado de ánimo del escritor.

Quizás eso es lo que queremos decir cuando hablamos de inmortalidad literaria: una vida que no acaba nunca de ser contada

A partir de las descabelladas conjeturas de Malone, Shapiro, con sagacidad, lucidez y humor, traza la historia de lo podría llamarse la criptografía shakespeariana. Si a partir de la invención de ciertos personajes y situaciones ficticias pueden deducirse las circunstancias reales de su autor, ¿por qué no concluir que éste no es aquel cuyo nombre figura en la cubierta de sus obras, sino otro, un ilustre ignorado, secreto, pseudónimo y verdadero? Si una lectura desconfiada del texto permite suponer que el autor de Como gustéis fue un culto caballero de alcurnia, o el de Julio César un experto en las artes marciales, o el de El mercader de Venecia un buen conocedor de las leyes, ¿por qué no deducir que el verdadero autor de las Obras de Shakespeare fue el docto Francis Bacon, o el belicoso conde de Essex, o un cierto notable abogado? Como señala Shapiro, la tentación de entrever un extraordinario secreto detrás de un lugar común es muy poderosa. Hace ya más de medio siglo, el número de obras que alegremente debatían la autoría de las piezas de Shakespeare superaba las 4.500; hoy son sin duda muchas más. No todos los escépticos son excéntricos fantaseadores; entre los más ardientes hubo muchos de cuya inteligencia no podemos dudar: Sigmund Freud, Mark Twain, Henry James, Orson Welles, todos ellos lectores para quienes la profundidad y riqueza de la obra shakespeariana requiere algo más que ese señor poco visible en la documentación histórica, alguien más convincente que el protagonista de unas usureras transacciones inmobiliarias y de un mezquino testamento en el que famosamente legó a su viuda “su segunda mejor cama”. Para sus admiradores, ese que llamamos Shakespeare debe parecerse a un personaje shakespeariano y poseer todos los matices y calidades que se muestran en sus obras: ser dulce como Ofelia, sanguinario como Ricardo III, lascivo como Falstaff, ardiente como Romeo, apasionado como Cleopatra, sagaz como Portia, inocente como Desdémona, lúcido como Teseo quien, en Sueño de una noche de verano, dice que la imaginación del poeta “va dando cuerpo / a las formas de cosas desconocidas” mientras su pluma “las convierte en figuras y da a la etérea nada / un nombre y un espacio en que vivir”.

“En mi opinión”, concluye Shapiro, “lo más descorazonador cuando se afirma que Shakespeare de Stratford carecía de experiencia vital para escribir su teatro es que menoscaba lo que hace de él alguien tan excepcional: su imaginación… Podemos creer que fue el propio Shakespeare quien pensó que los poetas pueden dar ‘un nombre y un espacio en que vivir’ a una ‘etérea nada’. O podemos concluir que esa ‘etérea nada’ resulta ser un algo disfrazado que requiere descodificación y que, sin haberlas experimentado en persona, Shakespeare no podría imaginar ‘las formas de cosas desconocidas”.

Fue quizás Borges quien, aunque de forma involuntaria, mejor resumió el problema. Cuenta el director de teatro Jan Kott que en abril de 1976 tuvo lugar en Washington un gran congreso internacional de expertos en Shakespeare. El invitado de honor era Jorge Luis Borges quien daría la conferencia inaugural titulada El enigma de Shakespeare. Ante una sala llena de miles de eruditos, dos hombres ayudaron a Borges a subir al estrado y lo situaron frente al micrófono. Kott describió así la escena:

“Todos los presentes se pusieron de pie, en una ovación que duró varios minutos. Borges no se movió. Por fin, los aplausos terminaron. Borges empezó a mover los labios. Desde los altavoces salía apenas un vago zumbido. En ese monótono zumbido apenas podía distinguirse, con muchísimo esfuerzo, una sola palabra, que aparecía una y otra vez como el grito repetido de un barco lejano, ahogado por el rumor del mar: ‘Shakespeare, Shakespeare, Shakespeare…’. El micrófono estaba demasiado alto, pero nadie en la sala se animaba a acercar el micrófono al ciego y anciano escritor. Borges habló durante una hora, y durante una hora sólo esa palabra repetida, ‘Shakespeare’, llegaba hasta los oyentes. En el transcurso de esa hora nadie se levantó ni dejó la sala. Después de que Borges terminó de hablar, todos se pusieron de pie y le brindaron una ovación que pareció interminable”.

Quizás, en ese nombre repetido, mejor que en tantas sucesivas biografías, azarosas atribuciones e ingeniosos estudios, los expertos oyentes vislumbraron la respuesta al enigma.

Shakespeare. Una vida y una obra controvertidas. James Shapiro. Traducción de José Luis Gil Aristu. Gredos. Madrid, 2012. 416 páginas. 35 euros.

Nine lives of William Shakespeare. Graham Holderness. Continuum Publishing Corporation, 2011. Will in the world. How Shakespeare became Shakespeare. Stephen Greenblatt. Recorded Books, 2004. Libro y CD (narrador: Peter J. Fernández). Shakespeare the thinker. A. D. Nuttall. Yale University Press, 2007. Soul of the age. A biography of the mind of William Shakespeare. Jonathan Bate. Random House, 2009. El genio de Shakespeare. Jonathan Bate. Traducción de Clara Calvo López y Graham Keith Gregor. Espasa, 2000. Shakespeare, Sex & Love. Stanley Wells, Oxford University Press, 2010. Conversaciones con Shakespeare. Stanley Wells. Traducción de Alexandre Gombau Arnau. Oniro, 2008.

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