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Crónica
Texto informativo con interpretación

La pletórica madurez de Vetusta Morla

El sexteto madrileño asombra con las versiones acústicas de su repertorio, riquísimas en texturas e influencias

De pie, Guillermo, David, Jorge y Álvaro. En cuclillas, Juan Manuel y Pucho. Están en la plaza del Dos de Mayo.
De pie, Guillermo, David, Jorge y Álvaro. En cuclillas, Juan Manuel y Pucho. Están en la plaza del Dos de Mayo.GORKA LEJARCEGI

Un reto nada exento de atractivo. Vetusta Morla, los seis magníficos de Tres Cantos, en el vetusto –si bien remodelado– Teatro Nuevo Alcalá de la capital. Es decir, una banda corajuda, de pasión, contorsión y algo de víscera, que se plantea el reto de circunscribirse al espacio cercano y solemne de la butaca tapizada, con esa voz en off que anuncia a “señoras, señores” que “va a dar comienzo la representación”. Durante la primera mitad, Pucho y los suyos deslumbraron en el ejercicio de contenerse y reinventarse, con unos arreglos complementarios y bien diferenciados de los que acostumbran. Para cuando llegaron los relámpagos guitarreros, a partir de Canción de vuelta y el minuto 61 en el reloj, la sensación oscilaba entre la plenitud y la euforia. Definitivamente inmersos en un gozoso estado de gracia, los vetustos se han consolidado como una impactante anomalía del rock español: la de una banda que, sin artificios ni imposturas, le puede sostener la mirada a casi cualquier homóloga de la anglofonía.

Arrancan Pucho y el guitarrista Guillermo Galván a pelo y pulmón, sin un ápice de amplificación, con una lectura conmovedora de Pequeño desastre animal. Parece una osadía suicida, una insensatez juvenil. Es justo lo contrario: solo se puede asumir un reto así cuando la confianza en uno mismo agranda las fronteras.

A partir de ese momento, la primera hora acústica constituye un absorbente ejercicio de autoexigencia. Muchos de quienes ayer volvieron a agotar las entradas ya habían disfrutado del sexteto durante sus cinco apoteósicas noches en La Riviera, a principios de diciembre, pero el concierto de anoche era otro muy distinto. En texturas y arreglos, en influencias e intenciones. Esas ocho primeras piezas sonaron tan nuevas que bien merecerían la inmortalidad en algún soporte discográfico.

Los buenos, precioso talismán inédito que los fieles se saben de memoria, inaugura el menú con el aliento melancólico del armonio, una baza tímbrica que aflorará en más de una ocasión. Mapas, el tema que da título al reciente segundo álbum, se embadurna con unas cuerdas tan repetitivas y embaucadoras como los paisajes de Steve Reich. Baldosas amarillas alcanza dimensiones colosales con el metalófono y unas guitarras reverberantes. Maldita dulzura acentúa su espíritu original de melodrama clásico, como si ya la hubiésemos escuchado en algún viejo vinilo de Los Módulos. Escudo humano adquiere tintes moriscos y la polirritmia de En el río remite a fuentes tan nobles como Yolanda you learn, del Pat Metheny Group. La sorpresa es permanente; tanto como el trasiego de cables, instrumentos, posiciones. Ni los más aguerridos detractores podrán negarles a estos chicos esa minuciosidad de currantes concienciados.

Rey sol sirve de punto de inflexión entre la calma y la tempestad y aporta el primer momento de la noche en que nuestros protagonistas suenan a su influencia más recurrente, los Radiohead de No surprises. Cuando estalla la tormenta (Canción de vuelta, Boca en la tierra, Cenas ajenas, Valiente), la platea es, una noche más, tierra conquistada. Los cuerpos se desprenden definitivamente de sus butacas con esa agradecida inyección de moral que suministra Un día en el mundo, mientras que Copenhague es tan hermosa y evocadora que invita a una intuición: dentro de treinta años, cuatro o cinco mocosos que hoy ni siquiera han nacido se tropezarán con esta melodía y la volverán a convertir en éxito.

La marea gana una barbaridad en directo: comienza en remanso y acaba en éxtasis enloquecido, con el Pucho más ad libitum (es decir, haciendo su santa voluntad) de toda la noche. Pero todavía falta Sálvese quien pueda, himno consustancial a la avalancha, la euforia, el ardor y el alarido; a chillar hasta que revienten las cuerdas vocales propias y los tímpanos vecinos con aquello de “Hay tanto idiota ahí fuera”. Un recurso sencillo, pero afortunado: si ese verso siempre hizo fortuna, hoy parece premonitorio; lúcido como una dedicatoria al Banco Central Europeo o algún que otro organismo internacional.

Con solo dos discos, pero muchos años ya de batallas y arañazos, los vetustos son unos jóvenes en la pletórica madurez de su talento. Incluso da lo mismo que sigamos sin entender gran cosa de sus letras, aunque ellos las consideren “evidentes”: suenan muy lindas. Por lo demás, el desvelo recreador que ayer exhibieron en su faceta acústica augura un futuro riquísimo. Son brillantes, escuchan toneladas de música, no se acobardan. Seguirán hasta donde les alcance la imaginación, y ese viaje abarca todavía, probablemente, unos cuantos kilómetros.

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