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IDA Y VUELTA
Columna
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La libertad más frágil

A los mesías de diverso pelaje, a los devotos de cualquiera de ellos, la libertad de expresión les parece en el mejor de los casos una incomodidad

Salman Rushdie y Antonio Muñoz Molina, en 1995 en Granada.
Salman Rushdie y Antonio Muñoz Molina, en 1995 en Granada.RICARDO GUTIÉRREZ

La libertad de expresión es una planta rara y valiosa que arraiga con mucha dificultad y en muchos lugares solo suele florecer brevemente, y nunca deja de estar rodeada de peligros. A los gobernantes, a los líderes religiosos, a los mesías de diverso pelaje, a los devotos de cualquiera de ellos, la libertad de expresión les parece en el mejor de los casos una incomodidad y en el peor y nada infrecuente un delito, una traición, una blasfemia. No ayuda el hecho de que algunas personas se declaran defensoras de la libertad de expresión pero no tienen inconveniente en aceptar excepciones. En mi primera juventud a mí me enfurecía la falta de libertad de expresión en la España de Franco o en el Chile de Pinochet, pero extrañamente esa misma libertad no la veía necesaria en China o en Cuba. Esa doble vara de medir la había aprendido de la intelectualidad europea, y de sus derivados españoles, que se caracterizaba por un curioso sentido geográfico de las libertades: en los países donde ellos vivían las consideraban imprescindibles, y hasta insuficientes. Pero a medida que aumentaba la distancia geográfica o variaba la temperatura se iban volviendo progresivamente más comprensivos con los abusos que para sí mismos nunca habrían aceptado.

En enero de este año Salman Rushdie tenía previsto asistir a un festival literario en Jaipur, en la India. La India está considerada una democracia. Grupos musulmanes oficialmente moderados mostraron su rechazo a la visita de este presunto hereje que tuvo que pasar varios años escondido y en peligro de muerte por el delito de haber escrito una novela. Grupos musulmanes extremistas anunciaron que atentarían contra la vida de Rushdie. El Gobierno al parecer democrático de la India no se molestó en asegurar al escritor que mientras estuviera en su país de origen gozaría de la protección que dan las leyes a cualquier ciudadano. Salman Rushdie, que es un hombre bastante tranquilo y partidario de la buena vida, y que no tiene ningún deseo de ser un mártir de la libertad de expresión, optó por quedarse en su casa y participar en el festival por videoconferencia.

No ayuda el hecho de que algunas personas se declaran defensoras de la libertad de expresión pero no tienen inconveniente en aceptar excepciones

Pero eso no bastó para apaciguar a esas sensibilidades religiosas que tan fácilmente se consideran heridas. Hubo amenazas de atentados si la efigie de Rushdie aparecía en una pantalla durante el festival. De nuevo el Gobierno no dijo nada. El Gobierno está formado por nacionalistas hindúes que no quieren arriesgarse a perder votos musulmanes. Y en cualquier caso, por mucho que se odien entre sí un extremista hindú y un extremista musulmán, más odiarán los dos juntos a un apóstata como Salman Rushdie. Ya digo que en estos casos lo que más intriga es la oportunidad que desperdician los moderados de marcar distancia hacia esos extremistas con los que tanto se duelen de ser confundidos. Como ni podía estar Rushdie en el festival ni tampoco participaría por videoconferencia, dos escritores indios, Amitava Kumar y Hari Kunzru, organizaron una lectura a medias de Los versos satánicos, la novela que casi le cuesta la vida a Rushdie, y que se la costó a alguno de sus traductores y editores. No iban ni por el final de la primera página cuando el director del festival irrumpió en la sala llena de gente y canceló el acto. Aquella lectura era una provocación. Al salir de allí, contó Amitava Kumar, los reporteros de las televisiones hindúes los acosaban a él y a Kunzru con una pregunta que era de antemano una acusación: ¿no se sentirían culpables si se desataba la violencia religiosa?

Recuerdo el paseo que di por Granada con Salman Rushdie y con Enrique Murillo, que era entonces su editor en España. Aquellos lugares que para mí eran cotidianos —Puerta Real, la calle Reyes Católicos, la plaza de Bibarrambla— para Rushdie tenían una cualidad de prodigio, porque era la primera vez desde hacía seis años que paseaba entre la gente con normalidad casi perfecta, una mañana de septiembre, con las manos en los bolsillos, casi olvidado de los policías británicos y españoles de paisano que nos rodeaban discretamente. Creo que aquel día aprendí para siempre la excepcionalidad de lo común, el valor inmenso de lo que se da tan por supuesto que ni se recuerda que se tiene, y desde luego no se piensa que pueda perderse. Era en 1995: diecisiete años después, Los versos satánicos siguen sin poder leerse en la India, que oficialmente es una democracia, y Salman Rushdie, que en todo este tiempo ha ido adquiriendo un aire todavía más consistente de vividor tranquilo, sigue irritando a los enemigos jurados de la libertad de expresión, a los que nunca les faltan cómplices en apariencia menos furibundos, pero igualmente efectivos. No dicen, por ejemplo, que un autor ha de ser decapitado o merece ir al infierno, pero sí que no ha tenido en cuenta la sensibilidad de los creyentes, o que no ha sido oportuno, o que en realidad no es tan buen escritor, y quiere aprovecharse del escándalo…

No todos los regímenes son iguales, desde luego, y por imperfectamente que funcione siempre será más respirable una democracia que una dictadura. Pero no hay país en el que la libertad de expresión no esté en peligro, no tenga que ser defendida a diario. En la España democrática al periodista José Luis López de la Calle lo mataron unos malnacidos para que no siguiera escribiendo contra el chantaje de la conformidad y la sangre derramada. Cuántos abusos han dejado de hacerse públicos en España porque los medios regionales y locales dependen tan estrechamente de la publicidad oficial para sobrevivir. Al inolvidable Félix Bayón le saboteó su carrera y su capacidad para ganarse dignamente la vida un presidente de la Junta de Andalucía al que le molestaban sus columnas y sus opiniones en la radio. En Argentina el Gobierno acosa económicamente a La Nación y a Clarín porque la señora Kirchner cada vez tolera menos discordancias en su apoteosis populista.

En Ecuador, ahora mismo, el periodista Emilio Palacio, dos colegas suyos y el periódico entero en el que los tres escriben están a punto de sucumbir bajo el acoso del Gobierno, convenientemente asistido por el poder judicial. Emilio Palacio escribió en El Universo un artículo por el que el presidente Correa se sintió tan injuriado que puso una demanda por cuarenta y dos millones de dólares. Emilio Palacio y dos de sus colegas han sido condenados a pagar esa cantidad y además a tres años de cárcel. Finalmente Correa ha cedido a la presión internacional y ha otorgado un “perdón sin olvido”. La fórmula no puede ser más inquietante. Amigos que vienen de Ecuador me cuentan que la omnipresencia del poder político y de su propaganda se ha vuelto agobiante, amparada en las victorias plebiscitarias del presidente Correa y en sus gesticulaciones demagógicas. Pero sin rigurosa separación de poderes, imperio de la ley, respeto a las minorías y libertad de expresión la democracia no existe, por muchos millones de votos que acumule un gobernante mesiánico. Y no creo que a estas alturas sea necesario recordar que un escritor o un periodista ecuatoriano tienen tanto derecho a esas libertades como esos literatos europeos que a veces se olvidan de defenderlas cuando el Gobierno que las ha quebrantado usa una retórica que parece de izquierdas.

antoniomuñozmolina.es

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