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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El secreto

Es profesora de Literatura Medieval en la Universidad Pompeu Fabra y autora de ensayos como 'Figuras del destino. Mitos y símbolos de la Europa medieval'

Si mi padre, Juan Eduardo Cirlot, hubiera vivido para ver la muerte de Tàpies habría escrito un poema que habría sido un llanto, un lamento lacerante, un planctus, como lo llamaban los poetas que escribían en latín, un planh, como lo denominaban los trovadores. En una reciente exposición sobre la habitación imaginaria de Cirlot se exponían pinturas de Tàpies, un gouache de 1950 que convivió realmente con sus espadas durante un tiempo, tal y como captó una de las fotos de Catalá Roca, o dibujos de la época Dau al Set con frases de Sueños, como “Mato frecuentemente con espadas” y el Grabado de Lilith de 1949. Recuerdo otras muchas de sus obras colgadas de las paredes del despacho, en especial, el extraordinario Zoom con sus amarillos y azules arañados, o uno blanco con grietas a modo de cicatrices. En aquella época, me refiero a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, entraba y salía de mi casa mucha pintura, en especial informal, y una de las pruebas a las que a mi padre le gustaba someterme era la de descifrar si lo que me enseñaba era realmente un Tàpies o no.

Mi infancia estuvo dominada por la presencia de Tàpies y supongo que mi padre debió de transmitirme la extrema emoción que sentía ante su pintura a la que dedicó dos libros (Tàpies, 1960, Significación de la pintura de Tàpies, 1962), y muchos artículos, para que yo, siendo sólo una niña, experimentara absoluta fascinación por aquellas materias grises, por aquellas texturas, por aquellos vacíos, hasta tal punto que, desaparecidos ya los tàpies de mi casa y muchos años después, sintiera una particular sensación de intimidad, una auténtica nostalgia de los orígenes, cada vez que por azar encontraba un Tàpies en una galería de arte o en un museo. Pasaron los años, en efecto, en los que mi padre abandonó prácticamente la crítica de arte para sumergirse en una actividad poética febril, hasta que su grave enfermedad permitió un nuevo encuentro entre el pintor y el crítico. Recuerdo que la visita de Tàpies con el catálogo de su última exposición en la Galería Maeght le proporcionó una extrema felicidad. Cuelga ahora en mi casa el último dibujo que le hizo Tàpies en una página de dicho catálogo, fechado en diciembre del año 1972, a lo que mi padre, aún enfermo, respondió con un artículo en La Vanguardia, fechado el 13 de enero de 1973 —es decir, unos tres meses antes de su muerte—, titulado El Tàpies último, en el que volvía a convertirse en su acérrimo y apasionado defensor: “Me parece fuera de duda que, en el ámbito artístico, Tàpies es el único genio que ha producido España si dejamos al margen a Picasso y Miró, que, pese a conservar toda su actualidad, pertenecen a otra generación. ¿Se reconoce esto así? No del todo, y es porque la obra de Tàpies, que carece de la cerrada unidad de la de Miró y tampoco tiene la sintética variedad de la de Picasso, es menos accesible incluso para los doctos y para los que la glosan o alaban”.

La incomprensión que había rodeado desde los inicios la obra de Tàpies constituía sin duda el acicate mayor para su defensa y, me atrevería a decir, la causa principal de su amor. Porque aunque Tàpies haya sido integrado en espacios públicos, en lugares políticamente señalados de esta ciudad o incluso utilizado para objetos banales no creo que se haya disuelto su absoluta extrañeza, ni su profunda alteridad con el entorno, a veces incluso violenta, resistente siempre a la “normalidad” y a la apacible aceptación del mundo y de la vida. Universos insólitos afloran en la pintura de Tàpies que Cirlot reconocía como propios; signos que eran descifrados como si de un jeroglífico se tratara. Y es que la obra de Tàpies encierra un secreto. Por ello sé que una profunda tristeza por su muerte habrían arrancado en el poeta versos que podrían haber sonado como estos, procedentes de Donde nada lo nunca ni:

Morado mar de pronto /

sus perdida belleza /

tantas blancas y nubes tanto /

que no /

de nada se anudando.

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