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Columna
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Los adjetivos de Fernando

Presentación de Fernando Vallejo, Premio FIL Lenguas Romances 2011, a cargo de Juan Cruz

Fernando Vallejo es tímido, inteligente, cariñoso, humilde; y también es perturbador, revolucionario, deslenguado, insólito.

Un ser humano nacido en Medellín, recriado en el mundo, habitante de una casa en Ámsterdam, en la colonia mexicana de La Condesa, amante de los perros, escritor. ¿Es escritor Fernando Vallejo? Escritor, cineasta, biólogo, músico, biógrafo.

Un artista. ¿Es un artista Fernando Vallejo? Destructor, constructor, agrimensor, veterinario, solitario, compañía, solidario. Un tipo genial.

¿Es un tipo genial Fernando Vallejo? Lo es. No es por eso por lo que lo premian. Lo premian porque es un escritor. Un artista. ¿Tan solo? Es un martillo de los ortodoxos, ha escrito diatribas disparatadas, y bien ciertas, contra la Iglesia que inventó la tortura de la Inquisición. Es un azote del Papa, capaz, en sus distintas reencarnaciones, de autorizar la enfermedad de los pobres y la muerte de éstos. Martillo de ortodoxos y hereje ejerciente. Y un músico.

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De todos los adjetivos de Fernando hay algunos que ha escrito él mismo (pero no sobre sí mismo) que le definen a él y a su contrario, a sus personajes, a los que van con él o a los que ha olvidado. Tímido, discreto, modesto, cordial, sencillo, complaciente, atento, afectuoso, amable, cortés, risueño, encantador, benévolo.

Qué señor, le dije cuando le subrayé esos adjetivos que están en una de sus obras. Y me dijo: "Es una lista de adjetivos; se los puse (a su personaje, el doctor Flores Tapia) para contraponerlos a los que merece su mujer, que es muy mala. Es un procedimiento literario: enumerar cosas. Y ésta es una lista de adjetivos, así que los puse todos buenos".

Entonces le pregunté: "¿Tienen que ver con usted esos adjetivos?" "No, yo soy muy malo", me dijo. Así que le saqué otra lista suya que llevaba conmigo: "Soez, sagaz, mordaz, feliz, falaz, olvidadizo, espontáneo, insensato, inmoral, payaso, cuentavidas, deslenguado, hijueputa..." A lo que dijo en seguida: "Esa es otra lista antigua, y si mal no recuerdo describen a alguien en mi libro El desbarrancadero, pero no soy yo". Bueno, entonces búsqueme adjetivos para usted. Se relajó Fernando, jugaba con los restos de la cubierta de mis cintas magnetofónicas, hablaba como si tuviera delante una grave responsabilidad o una cámara; no era un hombre respondiendo, sino una multitud, él mismo era una multitud que miraba hacia el ojo del micrófono como si en este no estuviera yo sin, también, una multitud oyendo y él tuviera que ser eficaz y veloz, indudable. Dijo: "Un ser humano cabe en muchos adjetivos; es revolucionario, inteligente, pobre... A mi los adjetivos me los tienen que poner los demás porque yo no me doy cuenta muy bien de cómo soy yo".

De modo que le pregunté a Fernando Vallejo:

-¿Qué es lo que le interesaría saber de usted?

-Yo soy un caos. Un caos de recuerdos, y de olvidos; sobre todo en los últimos años, en los que he estado perdiendo la memoria...

Estábamos hablando en su casa. David Antón estaba sentado en un sillón de cuero, un sillón largo, comodísimo, sobre el que reposaban algunos periódicos del día, pero David leía Reforma, que es el periódico que entra en casa. Excepto por nuestros sonidos, los de Fernando y los míos, y las ocasionales paradas del magnetófono, en aquella casa de Ámsterdam no se oía ni un suspiro, pues además la perra Kim dormía echada a los pies de David. En medio de aquella atmósfera que parecía el centro mismo del paraíso, Fernando Vallejo, el autor de La virgen de los sicarios, El desbarrancadero, Mi hermano el alcalde, El don de la vida y algunas de las diatribas más feroces en la cara de Colombia, su madre y su recuerdo, hablaba con la beatitud de un ángel, posaba su mirada de adolescente, de niño casi, sobre las cosas que le sorprendían, se interesaba por los amigos lejanos, por otros perros, por los animales y por los nietos ajenos que iban naciendo. Así fue antes y después de la charla que teníamos para ser publicada: un ser angelical, modesto e inquisitivo, pero suave, acerca de todas las cosas que le llamaran su atención. Cuando el micrófono se abría otra vez, Fernando era igualmente solícito, pero sus palabras salían como de dentro de una lava: la Iglesia, Colombia, la superabundancia de gente en el mundo, la manía universal de la procreación, la política, la vanidad literaria, el lugar común de muerte que son las guerras ocasionadas por la voracidad de las personas, la bondad inusual e inimitada de los animales: todo ello salía de su lengua feroz, como en sus libros, acaso como en la génesis cabreada de sus sueños, Fernando era el titular de unos adjetivos y no de otros, el que entraba a degüello contra esto y aquello, como Miguel de Unamuno o como Samuel Beckett, ensimismado tigre del desprecio contra la abundancia de ineptitud, tímido ser humano que arremete con la ferocidad de un caballo herido.

Qué Fernando, cómo Fernando, cuántos Fernandos. Un solo Fernando verdadero: este, el que tocas leyéndolo y el que tocas aquí, en este apacible rincón donde vive desde que tienen memoria David, él y la casa. Aquí, en estos rincones, el ordenador al fondo, cubierto como si fuera un niño durmiente, las habitaciones de camas bajas, como futones japoneses, las paredes resueltas con colores cálidos y cuadros que recuerdan algunas de las creaciones artísticas de los diseños operísticos o teatrales de David, algunos retratos, fotos inolvidables de los antepasados o del presente, el cuarto en el que Fernando guarda los anaqueles de los libros sobre los que trabaja (ahora estaba con una biografía de Cuervo, ya estaba anotada casi completamente, estaba zambullido ahí con la pasión con la que nadó en las aguas de Barba Jacob), la cocina donde Olivia hace el mejor arroz (contrastado) de México, el teléfono por el que vienen saludos (correspondidos) de medio mundo, parte del cual ha pasado, también, por este salón en el que ahora Kim se despierta al fin y husmea en los periódicos viejos que reposan en el salón largo.

En este salón, al fondo, hay un cuadro que recuerda la hermosa casa que tuvieron en San Miguel Allende, un paraíso, y hay un piano que ahora ya no está cerca de la balconada, pues le daba el sol, lo estaba matando. Ahora está junto a la pared que separa este sitio de la entrada, junto a los tapices rojos que en mi recuerdo son como la prolongación de ese cuadro que representa el pueblo de San Miguel Allende. El piano está sembrado de fotografías, algunas históricas imágenes de actrices que fueron grandes amigas de David, y hay una imagen de Fernando me parece que en Florencia; en esa fotografía Fernando mira hacia el frente, y me parece que de fondo tiene una iglesia picuda. En todo caso, el piano. Alguna vez lo he visto rascar música de ese instrumento, pero jamás lo he visto escribir ante mí, y nunca lo he escuchado hablar de lo que escribe, a no ser que le preguntes, y sea directamente. ¿No le interesa? Claro que sí. Samuel Beckett no hablaba, era capaz de estar cinco horas en silencio mientras jugaba al billar con James Joyce; Fernando es más solícito que Beckett, es capaz de salir de ese mutismo en el que a veces lo pone la vida, pero en el fondo, en la otra vida que no le vemos, es sólo el que escribe los libros, ahí está lo que dice, lo que quisiera decir, lo único que diría si no tuviera la obligación cotidiana de ser también uno entre otros. Bueno, pues ahí está el piano, y entre mis adjetivos, los adjetivos que le pondría a Fernando, el piano es fundamental, pues Fernando Vallejo como escritor es un músico.

Hay un equívoco en torno a este hombre que escribió El desbarrancadero y La virgen de los sicarios. Él no es, en el sentido convencional, un narrador, un contador de historias, un carpintero de las novelas, un novelista, en suma. Es un músico. El desbarrancadero nace, en la puridad de su texto, de una decisión: quería contar la muerte como Colombia, como la madre y como la muerte, una muerte acechante y metafórica que respira por los poros de ese libro único, y en ese filamento de melancolía y rabia que desprenden las despedidas precisaba de un diapasón, un instrumento que le permitiera deslizarse por lo que dice con rabia y con melancolía, que son los materiales que forman su canto. Y ese instrumento era la música. Se puede hacer la prueba, se puede leer El desbarrancadero, que es un terrible azote del hijo a la madre, como el texto mismo, pero si se lee como una música tiene otra cadencia, muestra a otro Fernando, el músico al que le resulta imposible sustraerse del ritmo para contar una historia, y esta historia se convierte en el ritmo mismo. Lo mismo sucede con La virgen de los sicarios. ¿Creemos verdaderamente que La virgen de los sicarios es sobre unos jóvenes que usan la violencia como satisfacción y tormento, despojados seres que son capaces de matar porque el hombre les ha pedido que bajen el volumen de la radio? ¿Creemos de veras que es Vallejo ese hombre que sube y baja las audaces veredas de sangre de la ciudad donde nació? ¿Lo imaginamos de veras acariciando la pistola ajena para abrir el boquete por el que se va la vida de los otros? Fernando Vallejo es el músico de esas tragedias, el artista capaz de convertir lo que ve en lo que se sueña en las peores pesadillas, y es el que ha hecho de esa realidad que ahora es ya según él la cuenta un drama escrito, una figuración hablaba de lo peor que se hace en silencio: matar por encargo. Es una metáfora, ¿o es que no sabremos ver nunca en esos libros la metáfora de la vida que contienen, es que siempre hemos de leer los libros como si fueran cartas al director? Pero, ¿es Fernando, estamos seguros de que es Fernando el que escribe y hace?

¿Este Fernando que está aquí sentado, sus brazos cruzados sobre el pecho, es el Fernando que marca con sangre y con esputos la realidad que describe? Fernando Vallejo ha creado una gran metáfora, y para ello ha utilizado el ritmo, la música; su gran aportación a la literatura ha sido esa, crear cantando también, como decía Bertolt Brecht, en los tiempos oscuros. Él no tiene la culpa de haber nacido para ser testigo y de que su tiempo, el tiempo de su vida que él siempre dice que se prolonga demasiado, haya coincidido con un siglo despreciable en el que los hombres se han matado como nunca entre ellos, por dinero, por poder, porque sí. Los hombres se han matado, se siguen matando, hay sátrapas reconocidos y otros que no lo reconocen y se disfrazan con la bandera democrática para ocultar los efectos de su ferocidad depredadora. Y los hombres matan a los animales. Y la Iglesia impide que se usen condones en África, faculta a la humanidad para despertarse con las peores enfermedades, acuciadas por el amor suicida que provoca contagios que el Papa autoriza negando preservativos allí donde es más fácil la propagación de la peste.

Pues de todos esos temas escribe Vallejo, pero él estaría, en verdad, mucho mejor, mucho más él mismo, este Vallejo de los adjetivos bellos, sentado con Mozart (¡con José Alfredo mucho mejor!) en este cuarto rojo de sillones negros en los que he visto alguna vez, riendo a carcajadas, con él y con David, a Elena Poniatowska, o al malogrado Carlos Monsivais, o a Juan Villoro, o a Alberto Ruy Sánchez, o a Ángeles Mastretta... Como en la casa de Shakespeare, here comes everybody, en la casa de Fernando y de David hay siempre como una puerta entornada y un arroz al fuego. Entonces, ¿este no es Fernando, el autor de El desbarrancadero, El don de la vida, La virgen de los sicarios? ¿Ese autor que trona, el que le escupe a los mojigatos, y también a los que quisieran verlo, para tacharlo, para escupirle, como un homosexual pederasta o como un azote de los judíos, es también este Vallejo, este Fernando que ahora, cuando ya se para la cinta, respira hondo como si viniera de una carrera de obstáculos?

Sí, es este Fernando, no es otro, pero también es el que escribió esos libros. Onetti, Rulfo, Beckett, Genet, Boris Vian... Como Vallejo, de cuya camada son, todos quisieron molestar, levantarles las faldas, por así decirlo, a las iglesias, incluida la iglesia literaria... En una de las entrevistas que le hice, en 2007, dijo las mayores barbaridades sobre esta feria que ahora le premia, pero aquí estuvo, hablando del Papa, precisamente, y las chicas y los chicos que lo atienden cuando vienen tienen en sus paredes fotos como las que tienen de Monsivais y de otros tan queridos; él es ese hombre frágil y feraz que escribe, es las dos cosas, y ambas habitan, dándose la mano, sus habilidades de genio. Pero tiene un compromiso, y de ese no lo apea ni Dios, precisamente. Me dijo sobre lo que quiere hacer, como Onetti, como Beckett, como Vian, como Genet, "para molestar". ¿A quién quiere molestar, Vallejo?, le pregunté. Y dijo:

-A la tartufería de la sociedad, a la nuestra de ahora; a la tartufería cristiana, y musulmana, y puritana, y mentirosa, que no hace sino atropellar.

¿Y eso cómo se hace? ¿Cómo querrían los puritanos que escribiera Vallejo para desmontar la tartufería? ¿Querrían fábulas tranquilas contadas al borde del camino? Él hace una escritura manchada, veloz, a la que el ritmo le da las alas de la música que las hace inolvidables, y lo hace en efecto para molestar; sus personajes son reales, o identificables, tan solo porque son de verdad, él los coloca ahí delante para afearles el horrendo rostro de su moral, y los pone también para que la vergüenza que producen sea la vergüenza del lector, su medicina de ricino, su muesca de suicidio.

¿Es Fernando, está en sus libros? Es una alucinación, una suposición, un lugar común, hacerlo aparecer donde no está; los puritanos que leen la literatura con la otra mano no quieren entender la música de sus apariciones y sus desapariciones, no quieren verle como un escritor sino como un protagonista, para dispararle mejor. Le pregunté:

-Si usted estuviera en un libro, ¿cómo sería?

-Yo no sería capaz de ponerme en un libro. Porque soy demasiado caótico, y enredado, y contradictorio, y no me puedo apresar en palabras. Yo no tengo más que dos causas en mi vida: la defensa de los animales y el amor por la lengua española. Siempre he buscado escribir en un español correcto, sin los descuidos de casi toda la gente que escribe en español. Yo voy a ser el último defensor de este idioma; España no tiene más que esta grandeza. Lo identifican con el franquismo. Una persona puede abandonar causas justas e injustas, y Franco abanderó el español. Fue un dictador puritano, defendió la Iglesia católica, habría que censurárselo, pero defendió el español.

Hace algunos años le pedí que compartiera con Laura Restrepo, la novelista, su compatriota, una entrevista sobre Colombia, cómo la veían. Nos sentamos ante una mesa de madera en lo más alto de Bogotá; Fernando llegó con una bolsa de plástico en la que me parece que llevaba un regalo, quizá unas frutas, para Laura; en aquel día lechoso de la ciudad sin estaciones, Fernando era la aparición bondadosa de un hombre que te preguntaba en seguida por la salud y por el sueño, era el solícito compañero de un ascensor que nos llevaba a lo más alto de aquella casa que construyó Salmona en el sitio donde mejor se revuelve el aire en aquel montículo bogotano. Encontrar a Vallejo es siempre hallarse con la oportunidad de disfrutar de la felicidad del tiempo, la tranquilidad de estar cerca de alguien que te va a sacar del caos para darte la organización del día. Pero en cuanto se puso en marcha la grabadora ya era Fernando otra vez tronante, enfadado hasta la riña con la Colombia de la que hablábamos; entre Laura y él sentí que caía sobre el rostro de Uribe (que mandaba entonces) una mancha de la que nadie lo podía despojar nunca, y viví entre ellos el susto de estar en medio de un porvenir de fuego. Los dos tan amorosos instantes antes y ahí les veías, comprometidos e indignados ante una situación a la que le veían pocas salidas. ¿Qué sucede? Es la entraña que aparece, la madre herida, la madre que hiere, Colombia.

En la otra conversación, en la que tuvimos en su casa de México, mientras David leía el periódico en el sillón largo de cuero oscuro, le pregunté a Fernando por la madre real, la que parió al niño que aparece como un infante ingenuo en la portada de El desbarrancadero. Le pregunté por sus hermanos, por su padre, por lo que entendió de niño, por lo que entendió más tarde, por su enfrentamiento feroz ante lo que pasa. Dice usted que, de niño, le dije, uno no entiende nada, que a los 40 ya se empiezan a ver "algunas cositas", y ahora dice que ve claro "muy poquitas cosas", pero que las ve "con una claridad inmensa". ¿Qué ha descubierto, Vallejo?

Fernando ve poco con sus gafas, se acerca hasta el límite del papel para leer libros o periódicos, guiña un ojo cuando te aproximas a él, quiere estar seguro de que eres tú a quien abraza, pero si no tiene papeles delante, si lo que tiene delante es tan solo un micrófono, se lanza a él y ahí se despoja de lo que quiere decir, como si lo hubiera pensado mil años antes: "La primera (cosa que he descubierto), ya la había descubierto Aristóteles: que la lengua hablada es muy diferente de la lengua escrita; la primera se aprende sin esfuerzo y la otra hay que aprenderla como si fuera una lengua extranjera. Y después descubrí cómo funciona el fenómeno biológico porque aprendí a ver el bosque sin quedarme atrapado por los árboles. Y escribí mi libro de biología para explicar los grandes problemas de la ciencia biológica hasta llegar al cerebro".

Descubrió que quería ser artista cuando descubrió la música, y quiso ser compositor. El lado de su rabiosa melancolía le hace preferir a José Alfredo Jiménez frente a Mozart. José Alfredo es el último músico en la música popular. Un artista, como Fernando. Fernando es un artista colombiano. "Colombia es mi tabla de salvación. No creo en nada, ni siquiera en mi causa a favor de los animales, porque es un acto de fe irracional, emotivo. Así que me agarro a Colombia como una tabla de salvación. Sé que es un país más de los doscientos que hay. Los colombianos creen que es el país más feliz de la Tierra; yo no sé si será el más feliz o no, sé que es un país que ha vivido con una intensidad muy grande". Colombia es su madre, por eso la hiere. Por quererla.

Picasso tenía ocho nombres. Fernando acaso tiene ocho u ochenta identidades, millones de adjetivos, atronadores o suaves, que lo representan. ¿Qué Fernando? Todos los Fernandos, todos los adjetivos le van. Pero le va uno más que ningún otro, ese le distingue, por ese le premian, ese es el que está retratado en el caos de su vida y ese orden es caos. El adjetivo artista. El músico artista escritor colombiano rabioso suave indignado benévolo inolvidable Fernando Vallejo.

Un visitante posa con un libro en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Sabado 03 Diciembre. ©FIL/Pedro Andrés.
Un visitante posa con un libro en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Sabado 03 Diciembre. ©FIL/Pedro Andrés.
<p class="figcaption estirar"><span class="titulo"><a href="http://www.elpais.com/multigalerias/cultura/FIL/2011/video/20111126elpepucul_1/Zes">VIDEOGALERIA: La FIL 2011 en vídeo</a></span>Vídeo: WINSTON MANRIQUE / ROGELIO NAVARRO

Los adjetivos de Fernando

"Un libro así:

chocarrero,

burletero,

puñetero,

altanero,

arrogante,

denigrante,

delirante,

desafiante,

insultante,

colérico,

impúdico,

irónico,

ilógico,

rítmico,

cínico,

lúgubre,

hermético,

apóstata,

sacrílego,

caótico,

nostálgico,

perifrástico,

pleonástico,

esquizofrénico,

parabólico,

paradójico,

inservible,

irrepetible,

irreparable,

irresponsable,

implacable,

indolente,

insolente,

impertinente,

repelente,

recurrente,

maldiciente,

demente,

senil,

pueril,

brujeril,

burlón,

ramplón,

parcial,

sectario,

atrabiliario,

escabroso,

empalagoso,

tortuoso,

tendencioso,

rencoroso,

sentencioso,

verboso,

cenagoso,

vertiginoso,

luctuoso,

memorioso,

caprichoso,

jactancioso,

ocioso,

lluvioso,

luminoso,

oscuro,

nublado,

empantanado,

soleado,

alucinado,

desquiciado,

descentrado,

solapado,

calculado,

obstinado,

atrabancado,

desorbitado,

iracundo,

bufo,

denso,

impío,

arcano,

arcaico,

repetitivo,

reiterativo,

exhaustivo,

obsesivo,

jacobino,

viperino,

vituperino,

luciferino,

hereje,

iconoclasta,

blasfemo,

ciego,

sordo,

necio,

obsceno,

rojo,

negro,

terco,

torvo,

terso,

gratuito,

execrable,

excéntrico,

paranoico,

infame,

siniestro,

perverso,

relapso,

pertinaz,

veraz,

veloz,

atroz,

soez,

sagaz,

mordaz,

feliz,

falaz,

revelador,

olvidadizo,

espontáneo,

inmoral,

insensato,

payaso

y como dijimos antes de empezar y para que no se te vaya a olvidar: cuentavidas, deslengüado e hijueputa".

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