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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Fleet Foxes y las preguntas de la clase media

El sexteto de Seattle emociona con un concierto sin concesiones e impregnado de influencias de los años sesenta

Los conciertos de Fleet Foxes se han convertido en un ritual pagano, un acontecimiento laico por el que merece la pena comprometer la entrada muchos meses antes de su celebración. Comparece Robin Pecknold puntualísimo y encantador en La Riviera, agradeciéndole al público su presencia y aplaudiendo a los algo atónitos asistentes. Pero sería casi la última vez que la voz y alma de Fleet Foxes se dirigiera a la audiencia: a partir de ese momento y durante los noventa minutos siguientes ofició un concierto solemne, emocionante y trascendental que deberemos recordar entre los momentos por los que ha merecido la pena vivir este año. Y todo ello a pesar de esta sala hostil y antipática donde las haya, inhábil para el arte en vivo e inaceptable cuando la banda que ocupa el escenario intenta desplegar armonías de hasta cinco voces.

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El sexteto de Seattle se ha convertido en uno de los argumentos recurrentes en toda conversación melómana, de 2008 a esta parte, y cada nuevo concierto parece apuntalar su candidatura a la más cualificada hechicería sonora de lo que llevamos de siglo. Y eso que ninguna de sus múltiples referencias estéticas, tan nobles como irreprochables, acumula menos de cuatro décadas de historia. Quienes se confiesan hartos de vacuas diabluras electrónicas y enfurruñados voceros rimadores encuentran la verdadera quintaesencia de la modernidad en estos tipos tiernos, atormentados y sentimentales. Y mejor así, francamente.

Fleet Foxes no aporta otra cosa distinta que pura exquisitez musical. Pecknold comparece con reglamentaria camisa de cuadros y hasta dos de sus socios visten unos gorritos de lana que quizás heredaron de los abuelos. No hablan, no sonríen, se miran tan absortos que tal vez ni siquiera se lleguen a ver. Las proyecciones al fondo del escenario consisten en un monótono viaje interestelar y los movimientos de unos escaques anaranjados, un menú de sencillez casi sonrojante. Y todos los músicos son hirsutos, salvo ese guitarrista distante y aniñado que se llama Skyler Skjelset. A él le encantaría ser como Richard Thompson en Fairport Convention: es más guapo, pero todavía no tan excelso.

Las sorpresas tampoco llegan por el lado del repertorio, casi idéntico cada noche. En Madrid tacharon de su hoja habitual Montezuma y I let you, pero no se privaron de arrancar con la soberbia Bitter dancer. Las armonías remiten desde el primer momento a Crosby, Stills & Nash, como si el original de Pecknold se hubiera gestado en las mismas sesiones de, probablemente, Carry on. La flauta obliga a escribir por vez primera el adjetivo "pastoral" en la libreta, pero aún es más impactante adentrarse en esos juegos corales mágicos, que reverberan como voces que se expanden en praderas místicas.

Las alusiones al pasado son, a partir de ese momento, infinitas. Mykonos remite al rock progresivo más melódico, ese que también han reivindicado en los últimos tiempos Midlake. English horn apela al folk-rock británico desde el título, una referencia aún más explícita cuando descubrimos que Bedouin dress, con su deje moruno, no desentonaría en cualquier vinilo de la Incredible String Band. Sim sala bim parece algún ignoto clásico del fértil siglo XVI británico, actualizado y enriquecido con algunas gotas de ácido lisérgico.

El ambiente pudo enfriarse por las incomodidades propias del lugar y los algo engorrosos paréntesis con la afinación, pero los motivos para permanecer atento siempre son muy poderosos. Está, ante todo, esa voz inconfundible -triste, nítida y poderosa- que la Madre Naturaleza ha tenido a bien concederle al jefe de filas. Y está, a poco que desentrañemos los significados, ese hilo argumental que va trazando Pecknold a lo largo de sus distintas creaciones. La música de Fleet Foxes retrata a un chico sensible y atormentado de esa creciente clase media habituada a formularse preguntas incómodas. Como tantos otros muchachos de su generación, Robin ha crecido con las lentejas razonablemente aseguradas en casa y el tiempo suficiente como para devanarse los sesos y teorizar sobre las miserias de la existencia humana. También, de paso, sobre la hermosura de este mundo contradictorio y puñetero.

Con todos estos ingredientes, es imposible eludir momentos de conmoción. Como el de Your protector, el primer estribillo verdaderamente épico de la noche, que incluye un dúo de flautas propio de quien acabara de hincarle el diente a la discografía de King Crimson a partir de I talk to the wind. O ese prodigioso cántico de góspel profano que es White winter hymnal: pura belleza laica, radiante como el sol mañanero sobre la nieve. O, todavía mejor, el contraste entre The shrine, con un arpegio nada sencillo, y The argument y su impresionante coda con un saxo delirante, narcótico, como si el judío John Zorn se hubiera colado, contra pronóstico, en la lista de invitados.

Con Blue spotted tail se materializa el milagro: creemos asistir a la reencarnación de Simon y Garfunkel en versión acústica, hacia 1967, en cualquier recoveco del Village neoyorquino. Y al final del todo, con Helplessness blues, hemos de rendirnos a la evidencia: puede que ese tema hermoso y desolado merezca el título de mejor canción de 2011. "Crecí creyendo que era algo único / como un copo de nieve distinto a cualquier otro copo de nieve / Pero no soy más que el engranaje de una maquinaria inmensa que me trasciende", canta su autor con voz emotiva, hermosísima. Aunque ya ni siquiera le quedaran fuerzas para sonreírnos en la fugaz despedida.

CARLOS ROSILLO
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