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Una inteligencia de primer orden

Javier Pradera era un ciudadano en busca de la excelencia. Una inteligencia de primer orden. Nacido en Donosti, en 1934. Editor, editorialista de EL PAÍS, pensador, escritor riguroso, testigo de la segunda parte del siglo XX y de lo que va del siglo XXI, comunista comprometido con la rebelión estudiantil antifranquista, desenganchado de la disciplina comunista en solidaridad con sus amigos Fernando Claudín y Jorge Semprún, promotor, con Fernando Savater, de la revista Claves, agitador, en la sombra, de sabias conspiraciones, hombre con un enorme, y soterrado, sentido del humor. Era muchas cosas Javier Pradera. Para los que trabajamos en EL PAÍS, al que perteneció desde la primera hora, su presencia aquí era, además, esa especie de luz con la que se fijó en lo que sucedía y con la que fijó lo que sucedía.

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Murió ayer, a los 77 años, al borde mismo del último episodio de la democracia que él ayudó a alumbrar. Cuando en 2007 murió Jesús Polanco, a los 77 años, como los que él tenía ahora, Javier Pradera empezó así su obituario del presidente de PRISA (grupo editor de EL PAÍS): "Escribe Aurelio Arteta en su ensayo La mejor de las miradas (Claves, número 74) que la admiración moral es una emoción nacida del deseo de emular la excelencia ajena, fruto de la educación de los sentimientos y de la puesta en práctica de las estrategias así aprendidas para superar las pruebas de la vida". Es curioso cómo esas palabras salen ahora a su encuentro.

Era nieto de Víctor Pradera, que contribuyó a que Franco derribara la República; estudió Derecho, conspiró desde el comunismo contra la dictadura, fue en la universidad un agitador que, en 1956, contribuyó a organizar desde la izquierda a los estudiantes, y padeció por ello persecución y cárcel, y fue un disciplinado miembro del Partido Comunista hasta que, en 1964, Carrillo y los suyos hicieron romper el carnet a sus amigos Fernando Claudín y Jorge Semprún. Desde que dejó esa disciplina, Javier Pradera fue Javier Pradera, un hombre libre y solo con sus opiniones, ensimismado a veces, o rabioso, pero siempre independiente, capaz, sin embargo, de asociarse a una aventura colectiva ("el intelectual colectivo", que decía Aranguren), como la aventura que constituyó EL PAÍS. Fue editorialista desde la primera hora del diario. Como escritor de editoriales, en gran parte del periodo en que dirigió el periódico Juan Luis Cebrián, Pradera era un exigente y minucioso testigo de lo que sucedía en España. Los que recuerdan aquel tiempo pueden fijar en una imagen aquella simbiosis entre el director y el editorialista. Pradera escribía en el papel pautado de entonces, corregía abundantemente sus escritos con un grueso rotulador azul, se acercaba lentamente a la puerta abierta de Cebrián y desde lejos le decía:

-¿Lo mando?

Juan Luis Cebrián le hacía un gesto con la cabeza, y ya esa opinión iba a talleres para convertirse, generalmente, en una pieza que conmovía la vida política de entonces. En 1986, Pradera firmó un manifiesto a favor del en el referéndum convocado por Felipe González para ratificar la presencia española en la OTAN. Esa incompatibilidad entre su opinión personal y la posición que fuera a tomar el diario al respecto de aquel asunto tan polémico y vidrioso llevó a Pradera a la dimisión. Dejó de ser editorialista. Se reincorporó al grupo Prisa tres años más tarde, como adjunto al consejero delegado de PRISA, entonces Juan Luis Cebrián, y siguió publicando, hasta los últimos días de su vida, sus columnas de opinión política, los miércoles y los domingos.

Su manera de abordar los textos era, en cierto modo, su manera de abordar la vida, incluidos los debates más profesionales o las discusiones más amistosas. Provenían siempre sus argumentos del exhaustivo conocimiento de los temas, y después venían sus corolarios, que incluían atisbos de duda, teñidos siempre de convicciones muy profundas. Y a veces de enorme (y raro) sentido del humor, un humor bien barojiano, o benetiano.

Daba gusto verle hablar, construyendo argumentos para desnivelar argumentos de otros. Pero lo que de veras daba gusto, en el periódico, era verlo trabajar. Desde que se reincorporó, después de aquella ruptura provisional, recuperó un despacho en la planta de dirección. Asistía, incluso cuando su salud le aconsejaba reposo, a los debates en torno a los editoriales de EL PAÍS, pero desde 1986 ya no los escribió.

Tenía una buena escuela, la escuela del editor. Con José Ortega Spottorno de promotor y presidente, y con Jaime Salinas de gran coordinador, Pradera fue un excelente director de Ediciones de Alianza Editorial, desde la que ese trío de ases ahora desaparecidos introdujeron la discusión sobre la ciencia, la literatura, la psicología, la economía, la sociología y la política en la España que aún dominaba el dictador con el que él luchó en su juventud y después. Ahí, en esa vertiente que mantuvo incluso en los tiempos en que fue jefe de Opinión de EL PAÍS, Pradera construyó un catálogo admirable que sirvió, y aún sirve, para quebrar la tentación aislacionista de nuestra cultura.

Siempre estuvo pendiente de todos los amigos, los que tuvo, los que mantuvo e incluso aquellos que ya no podían ser sus amigos, por las diversas rupturas que el tiempo y las ideas impusieron a las sucesivas españas que le tocó vivir. La última llamada suya que tuve (su voz sonaba saludable, se permitió bromear, y hablar largo, algo que rara vez solía hacer por teléfono, pues era hombre de recados, como Ortega, por cierto) era para avisarnos de una iniciativa de Eduardo Arroyo y otros amigos comunes, empeñados en cumplir, simbólicamente, el deseo de Jorge Semprún de ser enterrado en Biriatou, un pueblo de la frontera francoespañola donde pasó mucho del tiempo de su clandestinidad. "Por razones que ya sabrás, yo no estaré en ese acto, pero quiero que ayudes a que se sepa lo que quiere hacer Arroyo". Ahora ya se sabe por qué él creía que no iba a estar.

Pradera cruzó, con sus opiniones, estos últimos 40 años de la vida democrática española. Repudió el intento franquista de reproducirse en Arias Navarro, alertó sobre la involución que puso al borde del caos, otra vez, a la democracia española amenazada el 23-F, avisó de los desmanes que hicieron los socialistas con la avidez que produjo la mayoría absoluta, fue implacable con José María Aznar y la oscuridad de muchas facetas de su mandato, en cuyo transcurso fue capaz de poner al borde de la cárcel a Polanco y a Cebrián, y se dolió de la dificultad que tuvo Zapatero para interpretar el sentido de la recuperación socialista del poder.

En medio, nunca pudo perdonar la traición que el comunismo se hizo a sí mismo cuando Santiago Carrillo repudió a sus más exigentes camaradas. Ahora era testigo frecuente de las renuncias que tuvo que hacer el socialismo y de la imposibilidad que se le presentó al candidato Rubalcaba para resetear un proyecto que se volvió inservible. ¿Y de Rajoy? Era magistral, muy Pradera, su estudio de las indecisiones del candidato conservador, que fía a Dios y al sentido común (de eso escribía Javier en su penúltimo artículo: Sentido común y mandato de Dios) su modo de gobernar la patria.

Fue un hombre lúcido, quizá de las personas más lúcidas y exigentes (exigente hasta el delirio) que he conocido. Era una inteligencia de primer orden. Le pregunté muchísimas veces por qué no quería publicar un libro. Ahora quizá se sepa mejor, cuando ya no está: no lo quería publicar porque esa energía, la de publicar, la derramó aquí generosamente, contribuyendo a hacer que este periódico fuera, como él, un grupo de gente en busca de una excelencia de la que él es estandarte ejemplar, raro e inolvidable.

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