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Tribuna
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El calor de una amistad

Diez días antes de morirse, y hasta ayer mismo, Francisco Ayala, de 103 años, mantenía la lucidez que convirtió su escritura en un testimonio de firmeza, de sentido del humor y de memoria. Ésta, que es el sustento de su literatura, no le abandonó jamás; hasta el último instante, hasta cuando ya no tenía voz, Ayala era la voz de una memoria irreductible: la de la infancia en Granada, la de la larga juventud, la de la República, la del exilio...

Era fantástico escucharle, hasta el último recodo de su camino, anécdotas y sucesos que tuvieron lugar cuando nadie se acuerda; la frescura de sus recuerdos fue siempre el condimento de sus relatos. Su regreso a España, a principios de los sesenta, lo enfrentó a un país en el que seguían los rescoldos terribles de la guerra.

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Él decía que durante los años de la Guerra Civil, e incluso en el periodo inmediatamente anterior, la gente se mataba por un mal saludo. En la paz difícil aquel resquemor se ocultó, pero él percibió al volver un país duro y oscuro, del color, decía, del "ala de las moscas". Su relación con la literatura no tuvo descanso nunca. Escribió memoria, novela, relato..., fue un extraordinario articulista, del que este periódico tiene abundante y generoso testimonio, fue editor, el descubridor de Cortázar, entre otros, y fue un académico infatigable.

Sus compañeros de corporación le recuerdan, hasta en los momentos recientes, cumpliendo fiel su tarea, subiendo y bajando las escalinatas de la Docta Casa. Le recuerdan también con un humor que no conoció desmayo, excepto cuando a su alrededor observaba, en la política y en la vida, que lo que se decía no estaba a la altura de las circunstancias.

Fue un intelectual radical, cuya experiencia fue siempre puesta al servicio de una manera de patriotismo; no le gustaban las solemnidades de las patrias, pero su formación literaria y su educación política le llevaron siempre a tener un enorme respeto a las formalidades que hacen que los países sean lo que él quería que fuera éste, un país serio. En los últimos años el cariño imborrable de su esposa, Carolyn Richmond, y el afecto y la admiración de muchos de sus amigos hicieron que no sólo hubiera homenajes, reediciones, afecto popular, afecto intelectual, sino que hubiera el calor de una amistad que él propició siempre, sin desmayo, hasta el último suspiro.

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