_
_
_
_
_

Una mujer en Jerusalén

Babelia ofrece a sus lectores las primeras líneas de la novela de Abraham B. Yehoshúa, que publica la editorial Anagrama

A pesar de que el director de recursos humanos nunca pretendió enfrentarse a una misión así, resulta que ahora, a la suave luz del amanecer, comprende que tiene un significado inesperado para él. Y tras conocer la sorprendente petición de esa anciana con hábito de monja que permanece de pie junto a la chimenea agonizante, le invade el entusiasmo. Y esa Jerusalén, atormentada y desgastada, de la que salió hace una semana, de repente recupera su gran esplendor, aquel de sus años de infancia.

El motivo que dio lugar a esa maravillosa misión había sido un simple error burocrático que, tras la advertencia del redactor del periódico jerosolimitano, se podría haber subsanado con una explicación creíble, tal vez acompañada de una breve disculpa. Pero el dueño de la fábrica, un anciano enérgico de ochenta y siete años, se angustió al pensar en su reputación y para él esa mera disculpa, que podría haber hecho olvidar todo el asunto, no bastaba; por eso exigió a sus empleados -además de a sí mismo- que mostraran un verdadero arrepentimiento, el cual daría lugar a un viaje a una tierra remota.

Pero ¿qué fue lo que alteró tanto a ese anciano? ¿Qué despertó en él un impulso casi religioso? ¿Acaso el hecho de que los sombríos días por los que pasa el país, y Jerusalén en particular, no han reducido sus beneficios sino que, al contrario, los han aumentado? Puede que, ante las dificultades e incluso el cierre de las fábricas de la zona, su éxito le obligase a cuidarse muchísimo más de que le relacionasen con un escándalo que por ironías del destino iba a ser impreso en un papel que él mismo vende al periódico. Es cierto que aquel periodista, un eterno doctorando de humanidades, un radical de la moral local al amparo del ambiente familiar de Jerusalén, no sabía quién proporcionaba al periódico el papel en el que se iba a publicar su durísimo artículo, aunque de saberlo quizás tampoco lo habría suavizado. El redactor jefe y a la vez dueño del diario leyó el borrador, observó la fotografía de la nómina rota y manchada de sangre que hallaron en la bolsa de la mujer fallecida, y enseguida consideró oportuno adelantarse y llamar al dueño de la fábrica para pedirle una explicación o una carta de disculpa, con el fin de no darle una desagradable sorpresa a un amigo, y mucho menos un viernes por la tarde, con una historia que podía enturbiar su amistad.

Pero ¿acaso se trataba de un asunto tan grave? Lo cierto es que no. Pero en estos días tan terribles en que ya se ha convertido en rutina que los transeúntes de repente salten despedazados por los aires, la sensibilidad moral surge precisamente en lugares inesperados. Y por eso, cuando la jornada laboral ya estaba a punto de terminar y el director de recursos humanos intentaba escabullirse de la llamada del jefe y dueño de la fábrica -pues esa mañana le había prometido a su ex mujer salir antes del trabajo y dedicarse por entero a su única hija-, la secretaria no le permitió marcharse y, como notó que el anciano estaba realmente preocupado, le aconsejó que se fuera buscando a alguien para cuidar a su hija aquella tarde.

En general, existía una buena relación de amistad entre el director de recursos humanos y el propietario de la fábrica ya desde la época en que el primero era agente comercial y descubrió sorprendentes mercados en el Tercer Mundo para la nueva línea de la empresa dedicada a papelería y objetos de escritorio. Por ello, cuando el matrimonio del director empezó a tambalearse, puede que en parte por sus numerosos viajes, el anciano aceptó a regañadientes que dejase su labor comercial y le puso al frente del departamento de recursos humanos de toda la empresa, para que así al menos pudiese dormir cada noche en su casa y tratara de arreglar su matrimonio. Pero el odio acumulado durante sus ausencias se convirtió en veneno con su presencia, y el distanciamiento entre él y su mujer se hizo inevitable, primero en el plano emocional, después en el intelectual y por último también en el sexual. No obstante, tras el divorcio no quiso volver de inmediato a su antiguo trabajo de comercial -que tanto le gustaba-, para al menos tratar de recuperar la confianza de su única hija.

Ya en la puerta misma del enorme despacho del jefe, donde siempre se mantiene una elegante y suave penumbra, y en un tono bastante dramático, al director de recursos humanos le hacen una síntesis de la historia que está a punto se publicarse ese mismo fin de semana.

-¿Una empleada nuestra? -Al director le cuesta admitirlo-. No puede ser. Yo lo sabría. Esto es un error.

Pero el anciano y propietario de toda esa empresa no le replica. Tan sólo le extiende las galeradas del artículo, y el director de recursos humanos, todavía de pie, le echa un vistazo y lee un título cargado de odio: «Los que nos abastecen de pan y su terrible falta de humanidad».

Una mujer de unos cuarenta años que no llevaba consigo más documento que su nómina del último mes, rota, manchada y sin nombre alguno, resultó mortalmente herida en el atentado suicida de la semana pasada en el mercado de Jerusalén. Estuvo durante dos días debatiéndose entre la vida y la muerte sin que ninguno de sus compañeros de trabajo o de sus jefes se interesase por su estado. E incluso ahora su cuerpo anónimo yace abandonado en el depósito de cadáveres de un hospital, mientras los directivos de su empresa continúan sin querer saber nada de su suerte y ni siquiera hay alguien que se ocupe de su entierro. Y tras esto se da una breve información sobre la empresa: la gran y famosa panificadora fundada a principios del siglo pasado por el abuelo del anciano y su nueva línea destinada a productos de papelería y objetos de escritorio. Ilustran el artículo dos fotografías, una tipo carné de hace muchos años del dueño de la empresa, y otra del director de recursos humanos, una foto reciente, oscura y difuminada, que le hicieron sin que se enterase, y con un pie donde se dice que su actual cargo lo obtuvo a costa de su divorcio.

-Vaya víbora -murmura el director-. Cuánto veneno se puede concentrar en un artículo tan corto...

Pero el jefe de la fábrica no quiere quejas sino actuar de inmediato. Si ése es el estilo que se gasta hoy en día, le da lo mismo, él lo que quiere es negar la acusación lanzada contra su empresa. Y como el redactor jefe del semanario está siendo muy benevolente con ellos al consentir que junto al artículo se publique una respuesta o disculpa que suavice una acusación que podría arraigar en el corazón de la gente, si se esperase a publicarla en el número de la semana siguiente, hay que ponerse a ello enseguida y averiguar quién era y dónde trabajaba la empleada que murió en ese atentado suicida y cómo es que nadie sabía nada de ella. Y además quizás convendría intentar tener una cita con esa «víbora» y enterarse de qué más sabe. Tal vez nos tenga preparada alguna trampa más.

En definitiva, que debe dejar todo lo que esté haciendo ahora y dedicarse por completo a aclarar esta historia, pues no sólo las bajas por enfermedad y maternidad o las vacaciones y las jubilaciones son de su competencia, sino también la muerte misma de los empleados. Y si se publicase una acusación tal de «falta de humanidad» por haberse desentendido de un empleado por tacañería, sin una explicación o al menos una disculpa por parte de la empresa, podrían llover unas críticas que probablemente afectarían a las ventas. A fin de cuentas, no son una fábrica de pan desconocida. El nombre de la familia de los fundadores aparece en cada una de las barras de pan que salen de la panificadora. Así que no tendría sentido facilitarle el camino a la competencia, que busca vengarse...

-¿Vengarse? -se sonríe el director de recursos humanos-. Usted exagera. ¿A quién cree que le importa este asunto? Y sobre todo en esta época...

-A mí me importa -le corta con enfado el jefe-, y sobre todo en esta época...

El director baja la cabeza, dobla el artículo y se lo mete rápidamente en el bolsillo, tratando de salir de allí antes de que ese estado de ánimo alterado del anciano lo convierta no sólo en responsable de la pequeña negligencia burocrática sino también del mismo atentado suicida.

-No se preocupe -le dice sonriendo-. Yo me hago cargo de esa mujer. Mañana a primera hora me pongo a ello.

Pero entonces se levanta de su sillón el anciano, alto, torpe, palidísimo, elegantemente vestido y con un flequillo canoso que en la penumbra se asemeja a las plumas de una majestuosa paloma. La desazón que siente por su reputación pesa mucho en la mano que aprieta con fuerza el hombro del director de recursos humanos.

-Nada de mañana a primera hora -le ordena con voz lenta y clara-. Ahora mismo, esta tarde, esta noche. No hay tiempo que perder. Todo este asunto ha de quedar resuelto al amanecer para que ya por la mañana se pueda enviar al periódico una respuesta contundente.

-¿Esta tarde? ¿Esta noche? -exclama alarmado el director. No, lo siente mucho pero ya es tarde. Tiene que irse corriendo a casa. Su mujer, bueno, su ex mujer no va a pasar la noche en Jerusalén y él le ha prometido llevar en coche a su hija a clase de baile para que no corra riesgos yendo en autobús. ¿Y por qué tanta prisa? Ese maldito semanario sale el viernes y hoy es martes. Hay tiempo.

Pero la preocupación del dueño de la empresa por defender su buen nombre le vuelve inflexible. No, no hay tiempo. Mañana por la tarde es el «cierre» del periódico y si la respuesta de la empresa tarda en llegar ya no saldría publicada ese fin de semana sino el siguiente, y entonces quedarían expuestos a la crítica durante toda una semana. Así que si se niega a dedicarse de inmediato a este asunto -y con todas sus energías-, que lo diga y ya le encontrará un sustituto, y quizás no sólo para resolver este problema...

-Pero un momento..., disculpe... -balbucea el director, molesto por esa amenaza lanzada con tanta ligereza-. ¿Y qué hago con mi hija? ¿Quién se va a quedar con ella? Además su madre -añade amargado-, bueno, usted ya la conoce un poco, me va a matar...

-Ella se encargará de tu hija -le interrumpe el anciano y señala con el dedo a su secretaria, que se pone roja al oír la nueva función que le han encomendado sin contar con ella.

-¿Que ella se encargará de mi hija? ¿Cómo?

-Lo que oyes. Ella la llevará en coche a donde sea necesario y la cuidará como si fuera su propia hija. En estos momentos todos debemos trabajar para demostrar que también nosotros somos humanos, no menos que esa víbora de periodista, y que nos importa lo que le haya ocurrido a esa mujer. Piénsalo bien, ¿acaso tenemos otra opción? No. Así que no hay más remedio.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_