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‘Autobiografía de Marilyn Monroe’

"Pocos días antes de su muerte, Marilyn recapitula, en un apasionante monólogo, sobre el conjunto de su vida..." Una obra de Rafael Reig, publicada en la editorial Punto de Lectura

Escuche usted:

Querida Marilyn:

Por favor, querida niña, me gustaría recibir una carta tuya. Todo es horrible en este lugar y quiero salir de aquí lo antes posible. Creo que una madre merece el amor de su hija y no solamente su odio y su desprecio. Una carta, una sola carta es todo lo que pido. Ni siquiera te suplico que vengas a ver a tu madre que sufre. ¿Es esto pedir demasiado a una hija? Te quiere, tu Madre.

¿No le parece extraño que mi madre me llame Marilyn? Debería llamarme Norma, pero me llama Marilyn, ¿sabe usted por qué? Es un mensaje: te he reconocido, sé quién eres, sé todo lo que has hecho, no creas ni por un momento que no conozco la infamia de tu vida; eso es lo que intenta decirme, en realidad.

Está escrita desde un manicomio. Mi madre está com­pletamente loca. Es una característica familiar, como el color de los ojos, la longitud de los muslos o esa costumbre nuestra de mantener siempre los labios entreabiertos.

No sé si la quiero o no la quiero. A lo mejor lo único que me sucede es que tengo miedo de enloquecer igual que ella. ¿Usted qué cree? ¿Usted cree que una persona que ha perdido el juicio sabe que ha perdido el juicio? ¿Entiende lo que le quiero decir? ¿Usted cree que un loco se da cuenta de que se ha vuelto loco? Una vez leí que una cabeza cortada sabe, durante unos segundos, que es una cabeza cortada. ¡Imagínese! Debe de ser horrible. En cierto modo, un loco es como un decapitado: una cabeza que sabe que ya ha rodado por el suelo, sepa­rada de su cuerpo, ¿no le parece a usted?

Mire, aquí tengo otra, ponga atención:

Querida niña:

Arrepiéntete. Arrepiéntete mientras puedas: ¡el tiempo está próximo! Recuerda lo que dice el salmo del Señor: «Tem­blad y no pequéis, meditad esto en vuestros corazones, en vuestras alcobas, y pensad». El castigo del Señor se acerca, ya no puede tardar, y entonces, querida niña, to­dos seremos quebrantados por su mano. Escucha a Isaías: «Todo hombre será derribado, todo mortal humillado, no los perdonarás. Meteos en los escondrijos de las peñas, escondeos en el polvo, ante la presencia aterradora de Yahvé, ante el fulgor de su majestad cuando venga a castigar la tierra». Antes de ser aniquilada, ¡mírate a ti misma, hija mía! Y arrepiéntete de todo. Mírate: ¿no te da vergüenza? ¿Es que no te da vergüenza?

¿Qué le parece? Esta es mi madre. Me estoy quedando ronca de tanto suplicar misericordia; afónica de pedir per­dón y piedad. Me tiemblan todos los huesos y ya no puedo implorar más compasión y, sin embargo, todavía no sé qué pecado he cometido. Todavía no sé por qué merezco ser castigada. No lo sé. He sido educada así, para convencerme de que soy culpable de antemano. Y tengo miedo. Pienso: y tengo miedo.

No, no creo que me haya educado mal, en absoluto. Es más sencillo: ella no me educó. Pasé mi infancia en hogares ajenos y en orfanatos. Nadie me ha educado nun­ca. Nadie me ha querido. Nadie me ha dicho nunca lo que era la vida, lo que me iba a encontrar.

No lo sé, ninguna información en particular. No se trata de eso. Pero hay cosas que los niños deben saber.

Deben saber que les quieren, por ejemplo.

Desde luego, cuando tenga una hija, le diré la verdad. La querré, pero también le contaré todo lo que a mí nunca me dijeron.

Algo sencillo y verdadero. Querida, sé feliz. Eso es lo que le diría. No le hablaría de Dios ni del pecado. No tengas miedo, cariño, porque yo te quiero, yo siempre te quiero, pase lo que pase, recuérdalo. Eso le diría.

Pero no sólo se lo diría: me esforzaría en lograr que ella lo sintiera, que ella se diera cuenta de que la quieren, ¿me comprende? Que supiera que la quiero, pero no por­que yo se lo diga ni tampoco porque ella lo piense, sino de la misma manera en que uno sabe si tiene hambre o si tiene sed, como una sensación corporal.

Los niños tienen que sentir cariño a su alrededor. De lo contrario, nunca podrán ser felices porque a quienes les ha faltado amor incondicional en la infancia les faltará siempre la capacidad para sentir el amor de los demás, para darse cuenta de que es real, con la misma realidad que posee un día de sol o como sentimos el viento en la cara. No sé si me comprende.

Y le hablaría de la vida. Sé feliz, amor mío, le diría. Deja que tu chico, Harry, Doug, Jimmy o como se llame, te toque por debajo de la ropa. Dale un beso en la boca. Acuéstate con él en el asiento de atrás del coche. Empaña los cristales. Mira crecer la luna. Y date prisa, cariño, no tienes todo el tiempo del mundo. Algún día, muy pron­to, tú y Jimmy tendréis que empezar a vivir escondidos. Jimmy tendrá que ocultarse y sólo será visible el señor James; y a ti te pasará lo mismo.

Tendréis que acabar viviendo en una casa de las afue­ras, acostándoos pronto y desayunando cereales con leche. Tomaréis absurdas medicinas y tendréis que preocuparos por el colesterol. Acabaréis comprando en los supermer­cados y llegará el día en que estaréis completamente con­vencidos de que no se pueden poner los pies encima de las mesas de caoba. Y tendréis que cenar con matrimonios amigos, los sábados por la noche. ¡Por el amor de Dios! Y siempre será así, clandestinos, escondidos, inmensamente ocultos. Empezaréis a utilizar nombres falsos, como, por ejemplo, señor y señora Mulligan, o algo semejante. O Papá y Mamá, sin ir más lejos...

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