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LECTURA

Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial

Sebastian Haffner, autor de Historia de un alemán, indaga en los siete pecados capitales cometidos por Alemania que marcaron el origen y el desarrollo de esta devastadora contienda

Fragmento del libro

El primero de los grandes errores que cometió Alemania fue, para empezar, provocar la Primera Guerra Mundial, y eso es exactamente lo que hizo.

Esto no tiene nada que ver con la cuestión de la «responsabilidad de la guerra». Después de la Primera Guerra Mundial hablar de «responsabilidad de la guerra» por parte de los vencedores es falso es hipócrita. Este tipo de responsabilidad presupone un delito y, por aquel entonces, la guerra no constituía delito alguno. En la Europa de 1914 la guerra era todavía un instrumento legítimo, bastante honorable e incluso glorioso. Tampoco es que fuese en exceso impopular; de hecho, la guerra de 1914 no lo fue en ningún sitio. En el mes de agosto de 1914 se oyeron gritos de júbilo no sólo en Alemania, sino también en Rusia, Francia e Inglaterra. En aquel momento todos los pueblos tuvieron la sensación de que volvía a tocar una guerra, así que recibieron su estallido con un sentimiento de liberación. Sin embargo, la responsable de que hubiese llegado el momento fue Alemania.

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La gran escisión entre la paz y el periodo prebélico había tenido lugar alrededor del cambio de siglo, y lo que cambió entonces fue la política alemana, nada más.

Las últimas décadas del siglo xix habían sido de las más pacíficas en la historia europea, lo cual en gran medida también se había debido a la política alemana. Bajo el mandato de Bismarck e incluso en los primeros años transcurridos tras su retirada, la política alemana había sido totalmente pacífica y Europa había disfrutado de esa paz. Sin embargo, a partir de 1897 aproximadamente se produjo una grave ruptura en la política alemana: de pronto dejó de ser pacífica y, desde entonces, Europa ya no tuvo una paz segura, sino que vivió una crisis tras otra, siempre a la expectativa de que estallase una guerra.

Esto no significa que en las décadas anteriores no se hubiesen producido tensiones, pues éstas siempre existen en un sistema de Estados soberanos. Uno de los motivos de tensión más antiguos y asimilados era, por ejemplo, la «cuestión del Este»: el ansia independentista de las naciones balcánicas que llevaba al lento desmoronamiento del Imperio otomano y amenazaba al reino de los Habsburgo. Rusia exigía la emancipación de los eslavos balcánicos; Austria e Inglaterra trataban de frenarla, la una porque se sentía directamente amenazada desde lejos y la otra porque quería impedir el acceso de Rusia al Mediterráneo.

Alemania actuó de mediadora. Todo aquello era sobradamente conocido y estaba más que ensayado.

No merecía una guerra. Cada vez que se producía una nueva sublevación o un nuevo incidente en los Balcanes entraba en acción el «concierto europeo» de las grandes potencias y las cosas se arreglaban de una forma u otra. Así había sucedido durante décadas y así podría haber seguido ocurriendo otros tantos decenios, también en 1914.

En la propia Alemania reinaba otra situación de tensión, pues allí donde siempre había estado Prusia, la menor de las potencias europeas, a partir de 1871 se encontró de pronto la potencia mayor y más fuerte: el Imperio alemán. Este cambio supuso una tremenda sacudida para el acostumbrado equilibrio europeo, y haberlo producido sin provocar una guerra había sido toda una proeza. No obstante, aún fue más difícil que Europa se acostumbrara a esta nueva relación de fuerzas. Bismarck todavía fue consciente de tal dificultad, que logró superar mediante una política en extremo cautelosa y sabia que limitó e hizo visibles los intereses de Alemania y evitó cuidadosamente pisar a las demás potencias. Bismarck generó confianza en el nuevo Imperio alemán, pero sus sucesores suscitaron una desconfianza generalizada. Si se desea saber en qué consiste una política alemana de paz, basta analizar la política de Bismarck después de 1871. Para darse cuenta de que la política de sus sucesores no fue del mismo signo basta compararla con la de Bismarck. Por supuesto que los sucesores de Bismarck, a diferencia de Hitler, no buscaban la guerra por la guerra; sin embargo, a diferencia de Bismarck, ellos sí aspiraron entonces a unos objetivos que no eran alcanzables sin pasar por un conflicto armado.

Bismarck fue en todo momento consciente de que Europa no siempre había dado por supuesta la existencia de un Imperio alemán. De hecho, él mismo fue el responsable de que el Imperio alemán naciera con la «enemistad secular» con Francia esperándole en la cuna. También desde 1878 la otrora buena relación con Rusia estaba enturbiada, de forma que Alemania se había visto obligada a aliarse con Austria. A partir de aquel momento dos peligros flotaban constantemente en el aire: una alianza entre Rusia y Francia o una guerra entre Rusia y Austria en la que Alemania pudiera verse envuelta. Durante su gobierno, Bismarck supo evitar ambas amenazas gracias a un cuidado y virtuosismo infinitos. Jamás habría concebido la posibilidad de casi provocar junto con Austria una guerra contra Rusia y Francia, ni mucho menos la de enfrentarse a Inglaterra sin necesidad. Sin embargo, sus sucesores hicieron ambas cosas, lo cual no supuso ningún delito; es más, según las convenciones del momento estaban en su perfecto derecho de hacerlo, pero fue un terrible error y, al mismo tiempo, la causa de la Primera Guerra Mundial.

Todo pecado empieza siendo de pensamiento y todo error comienza siendo de lógica. Eso mismo ocurrió en este caso. Antes de que se modificara la política alemana cambió la forma de pensar del país. Ya no existía esa sensación de Estado pleno. Había un sentimiento de insatisfacción, de carencia y, al mismo tiempo, se percibía una fuerza creciente. Las ideas de «cambio radical», de una «Weltpolitik» (política mundial) y de una «misión alemana» se apoderaron del país y generaron todo un clima de resurgimiento y estallido, expresado primero por medio de libros y artículos de periódico, lecciones magistrales, manifiestos y la fundación de diversas asociaciones y, más adelante, también a través de decisiones políticas y acciones diplomáticas. Aproximadamente a partir del último lustro del siglo xix toda la orquesta alemana comenzó a tocar de pronto una nueva pieza musical.

Las relaciones de paz mantenidas en el siglo xix pueden resumirse en una sola frase: dentro de Europa reinaba el equilibrio y fuera de Europa reinaba Inglaterra. Bismarck nunca quiso dinamitar este sistema, tan sólo pretendió integrar en él un Imperio alemán unificado y poderoso, cosa que consiguió.

Sus sucesores quisieron reventar el sistema y sustituirlo por otro de modo que, en el futuro, la divisa rezase: fuera de Europa reina el equilibrio y dentro de Europa reina Alemania.

En la Europa continental Alemania ya no debía ser una más entre iguales, sino una potencia rectora y salvaguarda del orden establecido. Sin embargo, en aguas internacionales y en las tierras de ultramar Inglaterra ya no había de ser la potencia hegemónica, sino sólo una más entre iguales. Según la seductora teoría que las mejores cabezas pensantes de los ámbitos académico y periodístico de la Alemania de entonces llevaban enunciando desde finales de los años noventa y sus constantes nuevas versiones, el antiguo sistema de equilibrios europeo debía entonces, en la era del imperialismo, ampliarse a un sistema de equilibrios mundial. Este nuevo sistema requería arrancar a Inglaterra una serie de concesiones, las mismas que, varios siglos atrás, el sistema de equilibrios europeo había logrado arrancar a las otrora grandes potencias coloniales (España y Francia). «No deseamos hacer sombra a nadie, pero nosotros también queremos un lugar bajo el sol», y además obtenerlo no como hasta entonces, por la gracia de Inglaterra. De ahí la gran flota bélica que Alemania creyó de pronto necesitar y comenzó a construir. «Nuestro futuro está sobre las aguas».

Bien, de acuerdo. ¿Por qué no? La hegemonía británica sobre las aguas propias y de ultramar no obedecía a un mandato divino; en ninguna parte estaba escrito que no fuese a llegar el día en el que este dominio tuviese que hacer sitio a un nuevo sistema.

Lo que ocurría es que Alemania, en realidad, no estaba enfrentada a Inglaterra. Inglaterra no le había hecho nada a Alemania y tampoco es que se disputara con ella sus escasas colonias. Por otra parte, es obvio que no cabía esperar que Inglaterra renunciase a su hegemonía de forma pacífica. Así, no es que fuese muy difícil prever que Inglaterra se convertiría irremediablemente en un enemigo si alguien ponía en duda su supremacía mundial sin motivo aparente. Además, ¿acaso Alemania no tenía ya bastante con la enemistad heredada con Francia y Rusia?

Portada del libro 'Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial', de Sebastian Haffner.
Portada del libro 'Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial', de Sebastian Haffner.
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