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La invención del Quijote

"La invención del Quijote", libro publicado por el prolífico escritor Francisco Ayala. En él reúnen artículos y relatos publicados en distintos medios sobre Cervantes y el Quijote. A continuación reproducimos el capítulo 13.

La aventura del rebuzno

LA INVENCIÓN DEL QUIJOTE

Desde la primera vez que leí el Quijote, siendo todavía niño, me ha intrigado siempre, quizá más que ninguno otro de sus muchos pasajes problemáticos, la extraña «aventura del rebuzno», narrada entre los capítulos XXV y XXVII de la segunda parte. Pienso que no será del todo impertinente refrescar la memoria del lector recordando aquí en sumario trazo los hechos ahí relatados. Son éstos:

Don Quijote, habiendo encontrado por el camino a un hombre que llevaba un cargamento de armas, quiere saber su destino y se entera de que en un pueblo próximo se le había perdido un asno a uno de los regidores. Quince días después de la pérdida, un colega suyo le dice haber visto al animal en el monte, pero tan montaraz ya, que no le fue posible apoderarse de él, y le propone salir juntos en su busca, como lo hacen; pero al no encontrarlo, se le ocurre una manera de dar con él: «(…) yo sé rebuznar maravillosamente [le dice al compañero], y si vos sabéis algún tanto (…) os vais vos por una parte del monte y yo por otra, (…) y de trecho en trecho rebuznaréis vos y rebuznaré yo, y no podrá ser menos sino que el asno nos oiga y nos responda». Pese a las virtudes que ambos colegas recíprocamente se reconocen y aplauden en el noble arte del rebuzno, el asno perdido no responde, ni podía responder, pues estaba ya muerto.

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Pero los regidores quedaron tan contentos de sus propias habilidades vocales que, llenos de orgullo, se ufanaron de ellas ante los vecinos; «y el diablo, que no duerme (…) hizo que las gentes de los otros pueblos, en viendo a alguno de nuestra aldea, rebuznase, como dándoles en rostro con el rebuzno de nuestros regidores. (…) y fue cundiendo el rebuzno de en uno en otro pueblo de manera que, (…) ha llegado a tanto la desgracia de esta burla, que muchas veces con mano armada y formado escuadrón han salido contra los burladores los burlados a darse la batalla (…) Yo creo [prosigue el hombre refiriendo el caso a don Quijote] que mañana o esotro día han de salir en campaña los de mi pueblo, que son los del rebuzno, contra otro lugar que está a dos leguas (…) y por salir bien apercibidos, llevo compradas estas lanzas y alabardas que habéis visto». Más adelante encontrará nuestro caballero andante a una multitud de hombres armados, agrupados tras de unas banderas, y puede ver un estandarte donde aparecía pintada la cabeza de un burro rebuznando, y «alrededor de él estaban escritos de letras grandes estos dos versos: No rebuznaron en balde / el uno y el otro alcalde»…

En fin, ¿quién no tiene en su casa un ejemplar del Quijote para poder refrescar la memoria y darse el gusto que, con sus deliciosos pormenores, depara la aventura del rebuzno? Tras el placer de cada nueva lectura, queda siempre —o por lo menos ése es mi caso— una cierta perplejidad. ¿Qué sentido puede tener esta extravagante historia? ¿Qué ha querido decirnos Cervantes al referirla? Cabe, desde luego, la sospecha de que aludiera con ella el escritor a hechos contemporáneos, olvidados ya, y por eso sustraídos a nuestra actual percepción. Pero el desarrollo no incidental ni de pasada a que el autor la somete en el conjunto de su obra excluye el supuesto de que fuese una mera exclusión divertida, por mucho que en efecto resulte serlo, y en grado sumo, gracias a la ironía socarrona con que todo el suceso está relatado. Pues piensa uno, sin embargo, que debe de haber ahí algo más que pura eutrapelia, y quiere imaginarse que encierra algún significado de mayor trascendencia.

Como confesé al principio, el problema me ha tenido perplejo a lo largo del tiempo, sin que acierte a hallarle una respuesta satisfactoria. En último extremo me inclinaría a ver en ese intrigante pasaje una denuncia burlesca de la necedad con que los hombres se enfrentan entre sí hasta llegar a matarse por cuestiones nimias, o que tal parecen cuando son vistas desde fuera del círculo de sus apasionamientos. Las muy sensatas y eficaces consideraciones disuasorias que el protagonista de la novela, don Quijote —un orate—, dirige a quienes se aprontaban a combatir, y la imprudente intervención con que su escudero, el tan sensato Sancho, va a frustrar el efecto de esas palabras de su amo precipitando un desenlace inesperado, abonan las razones para entender el episodio entero quizá como una sátira bastante mordaz acerca de la común, universal y omnímoda locura humana.

Pero ¿por qué acude a mis mientes con tanta frecuencia en estos tiempos últimos la famosa aventura del rebuzno? Se me ocurre que puede deberse a la reiteración con que cierto tipo de sucesos vienen ocurriendo, y la correspondiente noticia llega hasta nosotros. Cada día nos enteramos por la prensa o por los informativos audiovisuales de altercados surgidos en diferentes sitios, acá y allá, con desórdenes de gravísimas consecuencias, verdaderas matanzas a veces, suscitados por querellas cuyo motivo no vemos claro o siquiera medianamente proporcionado. Son enfrentamientos entre grupos de población que, según parece, se profesan una aversión implacable, un odio tal vez inveterado. El fenómeno se da de modo muy especial en territorios de aquellos países que hasta hace poco estuvieron sometidos a la dominación de regímenes comunistas, donde, al caer la dictadura, las gentes, enardecidas, han empezado a matarse por causas de hostilidad recíproca que parecen difíciles de justificar en términos de simple racionalidad. Así, comunidades que durante mucho tiempo convivieron bajo la dureza de un poder incontrastable, ahora, tan pronto como ese poder ha aflojado sus ligaduras permitiendo a las gentes algún margen de libertad, entran en conflictos sangrientos sólo capaces de engendrar mayor encono, y cuyo espectáculo produce en quienes lo observan a la distancia un efecto de estupefacción.

Otro efecto de naturaleza distinta pudiera también ocasionar esa especie de locura colectiva: podría dar lugar a reflexiones pesimistas acerca de la irremediable e irreparable condición humana, y, fundándose en ese pesimismo, a conclusiones negativas sobre el beneficio de la libertad.

Conclusiones tales no serían, por cierto, nada nuevo en la historia. A ellas ha solido conducir la exageración del axioma que la ciencia política reconoce, según el cual para una sociabilidad pacífica entre los hombres es indispensable la concentración y monopolio de la violencia en manos de un poder superior. Este poder público constituye en efecto la garantía de las libertades particulares, aunque ello sea y tenga que ser a expensas de su limitación. Sin él claro está que en la lucha de todos contra todos, individuos o grupos, dentro de un desbordamiento incesante de violencia incontrolada, prevalecerá en cada momento el más fuerte, el más duro, el más astuto y —puede temerse— el más fanático, pues el fanatismo, bien lo sabemos, es causa de la más ciega agresividad, tanto en una guerra santa o cruzada patriótica como en los partidos de fútbol. Sin embargo, la limitación de la libertad particular que el mantenimiento de la paz común exige y que el poder público garantiza, no obsta para que a su vez la facultad que a éste compete de ejercer la violencia deba estar sujeta a unos límites, de modo que su acción restrictiva nunca sobrepase el mínimo requerido para cumplir su fin, que consiste en garantizar el orden público. Los excesos autoritarios son, sin duda, una tentación casi insoslayable de quienes deben guardarlo, y así la tara de buen gobierno consistirá en lograr un equilibrio que será siempre muy delicado y cuya institucionalización no deja de ser ardua, porque: ¿cuándo y cómo, y sobre todo por quién, se define la línea que separa una actuación gubernamental lícita, del abuso de poder?

Ahora bien, en situaciones como las que actualmente se dan en los antiguos dominios dictatoriales, cuando la inhibición —o la incapacidad— de los antes implacables potentados comunistas permite esos desbordamientos de la violencia privada que son noticia frecuente en estos días, no faltan quienes —exasperados e impacientes— se muestren convencidos, acaso con irreflexiva precipitación, de que el ser humano carece de aptitud para usar de su libertad en manera prudente y moderada, y de que, por lo tanto, frente al desorden salvaje no queda otra alternativa sino el despotismo.

Pero, puesto a discurrir sobre estos problemas, ¡hasta dónde no me ha llevado la evolución de aquella cervantina aventura del rebuzno! ¿Habrá pretendido Cervantes con su burlesca historia —vuelvo a preguntarme— algo más que mofarse de la aldeana rivalidad entre pueblos vecinos, mostrando lo fútil de su causa? Ciertamente, los sentimientos de animadversión, el desprecio, la enemistad recíproca entre pueblos comarcanos es cosa consabida: nadie la ignora. Y, de cualquier manera, quisiera recordar que, dentro de nuestra literatura contemporánea, otro Miguel, esta vez de apellido Delibes, en Las guerras de nuestros antepasados, se ha apoyado en la mostración de semejantes odios vecinales, absurdos pero no menos atroces, no ya entre los habitantes de aldeas próximas, sino aun entre los de dos sectores, el alto y el bajo, en la misma aldea, para evidenciar dónde puede hallarse la raíz de los perniciosos impulsos a que responden los mayores males de la humanidad.

Próxima entrega: "El hombre de los círculos azules", de Fred Vargas

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