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Un estadio bajo techo

Gracias al uso del espacio U2 ofrecen una producción tan de estadio como de local cerrado

The Edge y Bono durante uno de los conciertos en el Palau Sant Jordi de Barcelona.
The Edge y Bono durante uno de los conciertos en el Palau Sant Jordi de Barcelona. Jordi Vidal

En el Nuevo Testamento, en el Evangelio de San Lucas, se habla de la dificultad de pasar un camello por el ojo de una aguja. A la vista del show que U2 desplegaron de nuevo ayer en Barcelona, en el tercero de sus cuatro conciertos, habrá que reconocer que este ejemplo ya no resulta pertinente. Y es que el cuarteto irlandés consiguió la cuadratura del círculo, nada menos que desplegar una producción de estadio bajo techo, logro conseguido tan sólo con la genial y a la par sencilla idea de situar la pantalla central de doble cara paralela a las tribunas. Con ello U2 lograron variar la escala entre escenario, músicos y público, de suerte que si bien la pantalla era enorme en relación con los espectadores, al estar situada en la pista la distancia con respecto a ellos se reducía, el tamaño de los músicos, también más cercanos, moviéndose por los escenarios, y más en concreto por la pasarela situada bajo la pantalla, tenía medida humana. Una idea brillantísima que permitió a la asistencia seguir el concierto simultáneamente en dos escalas, una gigantesca y otra más propia casi de sala de conciertos, no ya de pabellón bajo techo con capacidad para 18.000 espectadores. Por eso el concierto fue a la vez avasallador e íntimo. Algo enorme en un lugar pequeño, un camello pasando por el ojo de una aguja.

En U2 la música hace tiempo que ha dejado de ser un material relevante. Incapaces de renovarse estilísticamente, al cuarteto le queda más un tipo de sonido épico, grandilocuente y apelmazado que canciones propiamente dichas, de manera que es el show, el espectáculo, el que motiva la renovación de votos de su público. Y en Innocence & Experience U2 ha dado en la diana al actuar al mismo tiempo para tres audiencias incluso separadas visualmente entre ellas: las dos laterales y la más penalizada, la que ocupa un gol del Sant Jordi. Aún con todo esta asistencia no está ajena por completo al show, pues en el juego de distancias y recursos visuales hay más de nueve canciones en las que U2 toca casi a palo seco -sin contar las que interpretan en el escenario pequeño, más cercano a este sector-, tal y como un grupo sencillo actuando bajo pocas luces y con poco más cromatismo que el que en circunstancias similares utilizaría Fugazi. Nada es casual en este despliegue de inteligencia y concepto atribuible a Willie Williams, Es Devlin y Ric Lipson.

Porque rematando la propuesta, el entorno visual sugerido por la pantalla no es obvio y aplastante, no va de gigantismo. La variedad de recursos, que basculan entre el dibujo, la fotografía, el vídeo con multitud de efectos y despliegues no figurativos de color alternándose con el uso del blanco y negro sitúan el discurso visual en la elegancia y la contención, con apenas cuatro chapones de tinta gruesa y burda que corresponden a los momentos en los que el grupo actúa como una franquicia de la bondad e insiste en restar significado, neutralizando y cosificando como mercancía conceptos como solidaridad, refugiados, represión, derechos, ecología o libertad. Puro U2, pura trampa, mensaje de líder sin mensaje realmente transformador. Eliminando estas obviedades, el tamaño olímpico de la doble pantalla se llenó de detalles sutiles y recursos imaginativos que jamás funcionaron por aplastamiento.

En ese contexto sólo Bono rechinaba, aunque no tanto como en otras giras. Realmente su entrada en escena, sonando el People Have The Power de Patti Smith es bochornosa, sonrojante. Alguien debería decirle que ya se ha entendido que parodia al Chaplin del El Gran Dictador, que no siga, que al final el público va a creer que va en serio y eso sería catastrófico para el imperio del buenismo. Pero lo cierto es que tras esa entrada, y olvidando que un Bono ya redondeado se mueve en escena tal y como se mueve alguien que quiere moverse como se supone se mueven los cantantes, su presencia alienta a los seguidores del grupo, del l cual sólo The Edge chupa algo de cámara. Bono, como el plato y los vasos, es Bono y a su lado Cristo sería monaguillo. Pero es tal el efecto del show, con un repertorio casi calcado al del primer día, con muchos recuerdos a los años en los que U2 era un grupo airado y postpunk, es tanta la variedad de recursos, está todo tan pensado -no se tiran confetis, sino una especie de fotocopias de diferentes páginas de libros con un papel que tiene el tacto de las hojas de los antiguos misales- que la mezcla entre espectacularidad e intimidad lograda acaba pasmando. Con una música esclerotizada, el rejuvenecimiento es visual. Un espectáculo fascinante que esta noche se despide del público español.

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