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POP | Bobby McFerrin
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La sencillez, mejor que la floritura

El virtuoso vocalista de Manhattan conserva intactas sus habilidades, pero los mejores momentos llegan cuando el intimismo gana a la mera exhibición

Concierto de Bobby McFerrin en el Jardin Botánico de la Complutense.
Concierto de Bobby McFerrin en el Jardin Botánico de la Complutense.CLAUDIO ÁLVAREZ

Para un hombre que será recordado por un sinfín de generaciones gracias a un tema que lleva por título No te preocupes, sé feliz, acabar grabando un álbum íntegro de música espiritual formaba parte de la lógica aplastante. Si a ello le añadimos que el papá de la criatura, Robert McFerrin, ya había dignificado el género en 1957 con un disco de éxito considerable, Deep river, casi debíamos preguntarle a su ilustre vástago cómo no emprendió antes un camino de tanta implicación emocional para él. Quizás la tímida reacción del público, con menos de un millar de asistentes a esta entrega del festival Madgarden, responda en parte el interrogante. Pero también pueda influir que McFerrin parezca más cómodo componiendo espirituales propios que revisando, algo rutinariamente (Joshua fit the battle of Jericho), los que toma prestados de la tradición.

Antes de entrar en faena, el neoyorquino chapurrea un par de piezas con ese abanico de habilidades vocales que le han granjeado incontestable reputación: tesitura cósmica, scat, imitación de instrumentos, alteración de la fonación mediante golpes rítmicos a la altura del esófago. Y nadie le negará su mérito, pero todo suena tan reiterativo que bordea la autoparodia. El otro entretenimiento de la noche es mucho más sabroso: Bobby se arranca con algún tema popular y sus seis músicos han de seguirle la pista. Así surgen breves pero sustanciosas lecturas de Fly me to the moon o Can’t help falling in love, y un remedo desternillante de Wild thing, de ¡The Troggs!

Al hombre feliz nunca podremos acusarle de infidelidad a tan noble vocación. Bobby reparte instrucciones sobre la marcha, le entra la risa contagiosa por cualquier cosa, invita a su amigo Jorge Pardo o nos regala uno de los momentos más hermosos del verano con su lectura de Can’t find my way home, aquel fabuloso tema de Steve Winwood (Blind Faith) que Gil Goldstein le ha arreglado como si estuviera a sueldo de Norah Jones. No será la única vez que su paisana de la Gran Manzana nos venga a la mente. Uno de los espirituales de autoría propia, el lindísimo Jesus makes it good, comparte esas cadencias tan del gusto de Jesse Harris, el firmante de Don’t know why.

Esa vertiente más campestre de la velada, con acordeón, violín o steel guitar, propicia los momentos más gratos: aquellos en los que McFerrin no exhibe a cada rato sus tres o cuatro octavas, sino ese gusto exquisito por la interpretación sencilla, casi a un paso del bluegrass, La lectura de I shall be released sirve de ejemplo paradigmático: el jefe de filas, lejos de avasallar, mima cada nota, y sus acompañantes se liberan de la metafórica sordina y suenan como una preciosa maquinaria acústica.

Es casi imposible abandonar un concierto así con mal sabor de boca. Bobby McFerrin constituye un valor tan seguro como un episodio de Bill Cosby, un humorista con el que guarda cierto parecido físico y que, sorpresa, aparece en los albores de su biografía. Esa buena vibración, que dirían sus antecesores de los Beach Boys, se prolonga hasta un bis tan canónico como Glory glory, en el que papá cede parte de protagonismo a Madison, su hija. Y así se disuelve la reunión, en paz y buena compañía. Sin necesidad de Don’t worry, be happy, que conste.

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