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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Talibanes

“Tiene gracia que Sánchez-Camacho descubra talibanes, cuando ella misma forma parte de la corte del mulá Omar”

Ya puesta en su nuevo papel de pitonisa del apocalipsis secesionista y, al propio tiempo, de altavoz de La Moncloa en Cataluña, Alicia Sánchez-Camacho acogió con el consecuente tremendismo la composición del nuevo Gobierno de la Generalitat. De hecho, antes incluso de conocerla, la líder del PP catalán ya había advertido sobre el riesgo de incluir en el Ejecutivo de Mas “al núcleo duro de los talibanes”. Una vez hecha pública la lista de consejeros, la tachó de “ultranacionalista”, formada por “talibanes, separatistas y radicales sometidos a ERC”.

La referencia a los islamistas afganos para aludir a un determinado sector de dirigentes de Convergència no es ni siquiera original, aunque sus usos periodísticos de años atrás contenían un cierto toque de ironía, del que las palabras de doña Alicia carecen. Y justamente eso es lo más chocante: que una alta responsable del Partido Popular español acuse en serio de nacionalismo fundamentalista a ciertos adversarios políticos, sin temor a provocar la hilaridad general.

Porque, vamos a ver, si Francesc Homs, y Germà Gordó, y Felip Puig, y quién sabe si Irene Rigau, son talibanes, ¿cómo deberíamos calificar a Ignacio González, el novel presidente de la Comunidad de Madrid que aprovechó su primer discurso de Año Nuevo para llamar a somatén contra “la amenaza y el chantaje” del independentismo catalán, un asunto que se diría ajeno a sus responsabilidades? ¿Y qué cabrá decir de José Antonio Monago, el titular de la Junta de Extremadura que, en su alocución institucional, sugirió “reformar la Constitución, reforzando el papel del Estado y sus competencias”? Un presidente autonómico que propugna recortar la autonomía para fortalecer la “unidad de España”: si eso no es fundamentalismo españolista, ¿qué es?

Si los consejeros Homs, Gordó, Puig, etcétera, son talibanes, entonces el ministro José Ignacio Wert es la reencarnación de quien ordenó en 2001 dinamitar los Budas de Bamiyan. ¿Qué otra cosa representan su proyecto de reforma educativa, su proclamado propósito de “españolizar” a los escolares catalanes, sino la voladura consciente y premeditada de un modelo de convivencia no sólo lingüística, sino identitaria y social?

Eso, sin olvidar al subordinado de Wert, el secretario de Estado de Cultura, José María Lassalle. Este caballero, con su aire de poeta novecentista y su condición de catalán consorte —casado con una diputada del PSC, nada menos—, con su fama de persona leída, tolerante y abierta, participó el pasado 13 de diciembre en el Encuentro Cataluña-España organizado por EL PAÍS y la SER en el auditorio del MACBA. Y tuvo la desfachatez de afirmar que, salvo en el “momento” (sic) del franquismo, la actitud del Estado español hacia el hecho diferencial catalán había sido más bien admirativa, sin la voluntad “de crear una identidad nacional española excluyente de las otras lenguas y las otras identidades”. La prueba, según él, es la diferente salud del catalán aquí y en la “Cataluña francesa”.

No, señor Lassalle, no. Si la situación lingüística es hoy tan distinta a un lado y otro de los Pirineos no lo debemos a la tolerancia o la buena voluntad de Madrid, que dictó prohibiciones y restricciones contra el catalán desde el siglo XVIII. Es por la debilidad estructural del Estado español a lo largo del XIX y gran parte del XX, que frustró la aplicación eficaz del modelo jacobino francés en el cual se inspiraba; y por la potencia económica y social de la Cataluña contemporánea, que le dio una capacidad de resistencia al uniformismo muy superior a la de los campesinos del Rosellón. Por lo demás, toda la producción legislativa española hasta 1975, todos los debates parlamentarios desde Cádiz hasta el Consejo Nacional del Movimiento, incontables libros y casi toda la prensa de difusión estatal —la de 1932 o la de hoy mismo— evidencian que hubo y hay un rechazo visceral, fundamentalista, a admitir otra identidad nacional que no sea la española.

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Tiene gracia que Sánchez-Camacho descubra talibanes, cuando ella misma forma parte de la corte del mulá Omar.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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